En su primera secuencia, la debutante Charlotte Regan nos presenta a Georgie, una niña de apenas 12 años que afronta a su particular ritmo las fases del duelo. Un modo hábil por parte de la cineasta para contextualizar el estado y momento en que se encuentra su protagonista, que más allá del duelo también percibe un hogar trufado de espacios que deben ser respetados en memoria de su madre y, por si ello fuera poco, en soledad. Algo que la joven, enfundada en una camiseta del West Ham unas tallas mayores que la suya, afronta sin temores y con ese punto de desvergüenza tan ‹british› propio de los barrios bajos de la capital británica, acompañada por su amigo Ali, junto al que “limpia” los parkings de bicis para sacarse un extra, y esquivando las llamadas de los asistentes sociales a los que aplaca con la presunta presencia de un tío que convive ahora con ella y la cuida.
Al gris Londres que hemos visto en numerosas ocasiones en la gran pantalla de la mano de cineastas más enraizados en el cine social como Ken Loach, Regan aplica capas de colorido y pintura entre las que desenvolverse en un ambiente que distorsiona a través de su mirada con una clara intención. Y es que con Scrapper tanto el mosaico presentado como su reflejo rezuman una suerte de optimismo que casa a la perfección con la naturaleza de ‹feel good movie› que parece detentar el film de la debutante, relegando de hecho el drama a un segundo plano que ni mucho menos es tratado con condescendencia: la cineasta es consciente del terreno que pisa, y si bien sus pasos se enfocan en otra dirección, no rehúye ni mucho menos el conflicto e interrogantes que surgirán cuando Jason, el ausente padre de Georgie, regrese por un motivo que se podría deducir pero que en este caso el personaje decide aparcar en un segundo plano por distintos motivos. Todo ello es resuelto por Regan con eficacia y pulcritud, puntualizando en un par de diálogos el resentimiento de la protagonista y la actitud egoísta de su progenitor, y dejando que todo fluya en otra dirección, pues al fin y al cabo el tono que envuelve la obra, sin obviar la faceta dramática (que surge con una naturalidad inusitada en su último acto), es de esa ligereza aderezada con un humor que no solo surge de las peripecias de la joven protagonista, también alimenta su padre en un intento por conquistar aquello que algún día perdió, aunque sin perder la perspectiva.
En ese aspecto, tanto un inspirado Harris Dickinson que se siente cómodo en su papel en todo momento, como la debutante Lola Campbell sacan el jugo necesario a sus personajes dejando escenas tan memorables como divertidas. No obstante, y lejos de lo que pudiera parecer, Scrapper no es un film donde el peso lo lleven únicamente sus actores, pues la cineasta tiene la suficiente personalidad como para que los distintos elementos tanto estilísticos como narrativos confieran un sello propio a la película y, aún resultando manidos en alguna ocasión, trazan un universo propio en el que es un placer perderse. Así, elementos como la ruptura de la cuarta pared o su desmedida autoconsciencia, que podrían percibirse perfectamente como un ‹déjà vu›, como parte de algo ya vivido y experimentado en una sala de cine, obran con la suficiente frescura como para que todo fluya con la armonía necesaria, acompañando un relato tan modesto como menudo al que favorece su propia naturaleza pero también esa falta de pretensiones, dejando entrever una desnudez que por suerte va más allá del atrevimiento que muestra en ocasiones Regan, y es capaz en última instancia de desarmar a un espectador que se fundirá en la ternura que descubra en una obra de la que no habría esperado tanto con tan poco.
Larga vida a la nueva carne.