Martti Helde, ese desconocido. Un director de apenas treinta años que lleva dos largometrajes a sus espaldas y un puñado de cortos que ni si quiera se exhiben online. Un hombre que se caracteriza por dotar a sus películas de la textura más pura y maculada que el blanco y negro puede ofrecer, consiguiendo dar una dimensión de pulcritud tan extenuante como poética a sus luminosas imágenes. En Skandinaavia vaikus, Helde trabaja con la forma del silencio, el blanco de la nieve y los árboles negros de una carretera de Estonia, dibujando finas líneas rectas entre el paisaje escandinavo y el interior de un coche.
Tom es un joven que deambula de día por la carretera, solo y aislado en sí mismo. Acaba de salir de la cárcel por razones que al principio se desconocen. Su hermana Jenna va en coche por la misma carretera y se topa con él por causalidad, recogiéndolo y continuando su trayecto a un lugar desconocido. Así comienza el susurro interior que se descompondrá en tres fracciones de tiempo real e imaginado, tres caminos que forman parte de uno mismo y en los que se explorarán los pensamientos y divagaciones de ambos hermanos. En el primero, Tom es el que habla mientras que su hermana guarda silencio. A medida que avanzan por la rectilínea carretera, descubrimos el oscuro pasado de la pareja y algunos de los recuerdos de su infancia. Tom lamenta no haber sabido proteger a su hermana a tiempo pues, tras la muerte de su madre, su padre abusó físicamente de ella dejando a Tom en una posición total de impotencia que le hizo replantearse su papel como hermano mayor. «¿Qué es ser un hombre?», se pregunta el chico, ahora un expresidiario parricida que piensa haber hecho justicia demasiado tarde. «Protegerte a ti es lo más importante ahora» le dice a su hermana mientras la cámara abandona el plano-contraplano en el interior del vehículo y ofrece un punto de vista alejado de la acción. Un plano aéreo de intrigante belleza y solemne presencia nos coloca al borde de la verticalidad y la horizontalidad mientras Tom sigue hablando y la narración se convierte en poesía visual. Helde filma los riscos y los picos nevados no para compararlos con el sentimiento que profesa el chico, sino para continuar el relato haciéndolo metáfora. Lo mismo que hacía con la imagen congelada de In the Crosswind (2014), en la que la misma forma de “esculpir el espacio”, de introducirse en una fotografía “parada” en el tiempo, era, no una metáfora del sentimiento de Erna, sino la metáfora en sí misma, hecha imagen cinematográfica.
Skandinaavia vaikus utiliza la fragmentación de un escenario y un tiempo —pues la misma historia se cuenta tres veces desde tres puntos de vista, siendo dos subjetivos y uno objetivo— convirtiendo su forma en fondo, haciendo gala de una puesta en escena muy coherente sin necesidad de significación mediante la forma. No es que “el camino sea la vida” y que “el silencio sea el paisaje de la no-comunicación”, sino que la manera de moverse por ambos —es decir, como la cámara se desliza haciendo barridos lentos y calculados tanto de la carretera como de los valles nevados— es sencillamente, la metáfora en sí, como apuntábamos. En la segunda parte de la película es Jenna la que habla, ofreciendo su punto de vista personal e intransferible sobre el pasado y los hechos que los han conducido hasta un paraje tan desolado. La huella que dejaron las continuas violaciones por parte de su padre la han convertido en una mujer insegura y triste que se oculta bajo una máscara de altiva dominación —en la escena del aseo en la estación de servicio puede verse claramente su carácter indómito y chulesco—. Su monólogo choca con el de su hermano a todos los niveles y también el ‹travelling› aéreo que le corresponde. Esta vez es el valle nevado el que aparece al hablar la chica; una vista cenital carente de la espesa arboleda que conformaba el bosque de su hermano, en la que se muestra el suelo desnudo y casi vacío, con la nieve como único manto al encontrarse cerca de la costa. Poco a poco sus palabras y la cámara nos conducen al mar negro e imponente, sobre el que el agua dibuja tenues curvas hasta extenderse casi de forma infinita hasta el horizonte.
Las personalidades de los dos hermanos son tan opuestas como complementarias, una es el anverso de la otra y ambas comienzan a enderezarse, a compenetrarse mediante el viaje que están llevando a cabo juntos y —simbólicamente— en silencio. La última lectura del film, en la que ninguno de los dos personajes habla, es la clara representación de la incomunicación que entre ellos existe, del silencio que envuelve su encuentro y el paisaje que va pasando por la ventanilla. No hacen faltas palabras cuando hay una conexión fraternal tejida con la lana del dolor y el sufrimiento. Así pues, la falta de pretensiones y una última confesión que es la culminación de un largo sincerarse, terminan por unirlos para siempre… Pero Helde no se resiste y presenta, al igual que en su anterior película, un final de aires buenistas que resta dramatismo a una situación tan crítica como religiosa. El crecimiento paulatino ofrecido por los calculados planos secuencia y la complejidad de su banda sonora —otro de los puntos clave de su cine— se ve eclipsado brevemente por una sonrisa demasiado impostada como para ser creíble o dos manos que se entrelazan en una complicidad digna de un ‹happy end› hollywoodiense. Ese ánimo anticlimático de positividad impostada es lo único que se le puede reprochar a esta película poético-sibilina.