Resulta impensable cuestionar la importancia de las revueltas de Mayo del 68 no solo para una generación, sino para toda una sociedad (que no se circunscribe al país galo) donde los jóvenes fueron el detonante que hizo saltar por los aires el statu quo aceptado por la mayoría. El marcado carácter político de las protestas llegaba hasta el ámbito artístico, y condujo a cuestionamientos formales (y narrativos) además de a la formación de colectivos desde la autoconciencia que impulsó las individualidades desde los intereses propios (comunes, compartidos y particulares), y no los del estado. La conquista del espacio público no se limitaba a tomar las calles, plazas y universidades. La imaginación (arma de destrucción normativa que transformaba los paradigmas de comprensión del mundo) se postulaba desde los foros populares como la mejor de las dirigentes, y la liberación dentro de todas las artes se cifraba como contrafuerte y catalizador de las obras.
Silenciadas, olvidadas o sencillamente ignoradas, las mujeres han quedado siempre fuera del primer plano de dichas revueltas, dentro y fuera de la historia y, por supuesto, de la historia del cine. Con la segunda ola del feminismo en pleno auge, en medio del mayo francés surgieron grupos de jóvenes estudiantes (mujeres) que continuaban batallas surgidas en torno a la liberación sexual y la vida política. Resulta complicado rescatar nombres que dentro del ámbito cinematográfico suenen con fuerza como sí lo hicieron los de grandes hombres cineastas sobre los que se erige este momento histórico dentro y fuera de la pantalla.
En un momento de crisis como el que se vivía (de estructuras, de paradigmas y valores), de forma paralela a la revolución juvenil que alcanzaba estilos de vida y proponía el cuestionamiento de lo cotidiano, las mujeres avanzaban por un camino ya iniciado y que, a pesar de la falta de visibilidad, resultó ser crucial para su historia. En este sentido, es incuestionable que todo lo acontecido a raíz del bendito mayo del 68 incidió, directa o indirectamente, en las conciencias de mujeres que empezaban a situarse tras la cámara o incluso que llevaban ya tiempo haciéndolo.
Era 1968 cuando Chantal Akerman filmaba su primer cortometraje, Saute ma ville. En blanco y negro, la cinta muestra a una jovencísima Akerman que tras recoger las cartas del buzón sube a su apartamento para quedarse allí. Entre balbuceos ininteligibles (en tono de canción infantil) y una serie de gestos desconcertantes (arbitrarios, casuales, azarosos y rutinarios), la cineasta se encierra en su espacio doméstico, un acto trivial que termina convirtiéndose en un alegato subversivo de ruptura con el lugar asignado a las mujeres. Mientras hombres y mujeres se adueñaban del espacio público como gesto de protesta, esta mujer se va atrincherando en su casa, transformando su hogar en un lugar hermético donde no hay posibilidad de filtraciones externas.
El marcado carácter autorreferencial del cine de Akerman ya queda patente en este primer trabajo, además de condensar muchas de sus señas de identidad estilísticas y presentar lo que serán algunas de las reflexiones sobre las que versará su cine. Esta adolescente en continuo movimiento, caótico e impulsivo, termina apareciendo en pantalla como un ama de casa que se rodea de elementos asociados a lo femenino (flores, productos de limpieza, la cocina, las cremas de belleza) e infantil. Sí, era 1968, era el momento en que se pugnaba por una autonomía, una imposición de ideales que terminara con la imposición de mandatos; era el momento de generar actos artísticos como actos políticos, de hacer un cine donde cupiera la ideología y no solo se empleara como herramienta pedagógica o activista. Era 1968 y ya hacía años que Betty Friedan se cuestionaba que la mística de la feminidad pudiera ser aquella que provocaba en las mujeres «el malestar que no tiene nombre» (el que describían las amas de casa y madres de los 50 y 60 para definir su insatisfacción vital), impulsando así esa segunda ola del feminismo que reclamaba más derechos políticos para las mujeres y una mayor igualdad con los hombres. Era 1968, el momento en que la convergencia de movimientos políticos, culturales y sociales (como la segunda ola del feminismo y el Mayo francés) permitió una nueva concepción del arte y con ello una liberación de las estructuras formales que alcanzaron al cine. Y mientras proliferaban las películas de cineastas en activo que recreaban las revueltas, que se sumergían en las batallas, en las asambleas, que hacían «cine sobre el terreno» para contar la realidad de otros países (y su hermandad con lo que sucedía en Francia), Chantal Akerman hacía lo que no dejaría de hacer desde ese 1968: filmar su experiencia, compartir su mirada, proyectar su voz (una de tantas silenciadas por el género) y experimentar con las formas a la vez que sometía a su cámara a un proceso de des-domesticación, a la ruptura de aquello que había encerrado a las mujeres en las casas.