Satan’s Slaves: Communion, a pesar de su numero indicador de secuela, es un producto que funciona con pura entidad propia. ¿Positivo? ¿Negativo? Un poco de ambas cosas. Por un lado se agradece la idea de tener delante un film que no sea en absoluto deudor de su precedente y que funcione con su personalidad y reglas propias. Por otra parte está la cuestión de la mera explotación de su condición como secuela, por así decirlo. Está bien tener un hilo conductor, cierto, pero se nota demasiado en ocasiones la necesidad de introducir personajes y situaciones algo cogidas con pinzas para mantener un hilo conductor.
Lo que Joko Anwar nos plantea es un cambio de paradigma, sencillo pero efectivo, trasladando la acción del mundo rural a un edificio que se convierte en sí mismo en una suerte de personaje más. Una metáfora, si se quiere, de la ruina social y personal del país y de los personajes, pero también una crítica de cierto escaparatismo social donde lo urbano parece poder alejar el mundo de lo fantasmagórico, entendido como atrasado, rural y supersticioso.
Pero no nos llevemos a engaño, no estamos ante uno de esos filmes de “terror elevado” donde el aspecto terrorífico parece ser más un excusa insertada dentro de otro género para establecer un discurso determinado. No, Satan’s Slaves: Communion, no va en absoluto de eso. Las lecturas subtextuales pueden estar ahí, pero en realidad estamos ante una cinta que busca el horror directo, el placer del miedo por el miedo y, por que no decirlo, de divertir con ello.
El trabajo de Anwar se basa fundamentalmente en dividir su film en dos tramos bien definidos: uno inicial donde establece premisa, desarrolla personajes y pivota entorno a la creación de atmósfera y la búsqueda del recoveco que te asalte con un ‹jump scare› o escena de impacto. En este sentido es indudable que la mano de Anwar es reconocible en su manejo de la cámara, tanto que a veces da la sensación de abuso, de delirio en el plano. Una exageración que a ratos acaba por generar instantes de comedia involuntaria. Algo que aunque no deja de servir al propósito del divertimento no acaba de sentirse correcto. También, por qué no decirlo, el abuso llega en forma de exceso de metraje, buscando no tanto el hilo narrativo como alagar al máximo el momento del clímax.
Es ahí precisamente, el tramo final del film, cuando Anwar suscita de forma incontrolada la locura. Aquí ya no hay sutileza que valga. Lo significativo es desatar todo lo contenido en ese momento en forma de circo de los horrores. Ya no es importante nada, ni la coherencia, ni el sentido de la trama, ni el delirio en forma de desparrame de imágenes y formatos o la inclusión de un ‹deus ex machina› absolutamente cogido con pinzas. La idea es crear una sensación de pesadilla vívida e inacabable. Y a fe que el objetivo está sobradamente conseguido.
Sin embargo hay que dejar constancia de los peligros de esta política, por así decirlo, fílmica de Anwar. Aunque impactante no deja de crear la misma imagen para todas sus películas. No se trata del dispositivo formal ‹per se›, si no la imagen misma, el argumento, su plasmación en pantalla. Sus películas acaban por entremezclarse ante la similitud de tonos, representación de fantasmagorías y argumentos. Y aunque no deja de ser un lastre, también es cierto que uno sabe exactamente qué va a ver y en eso no hay decepción posible: miedo, locura y altas dosis de diversión. Que no es poco.