Corría el año 2011 cuando los hermanos Zellner presentaron en Sundance un corto de apenas 4 minutos titulado Sasquatch Birth Journal 2, cuyo eje argumental orbitaba en torno al parto agreste de una ‹bigfoot›. El dispositivo formal, igualmente sobrio como efectivo (un largo plano fijo presentando el alumbramiento seguido de cuatro brevísimos planos fijos evocando el aseo del neonato), acentúa la naturaleza equívoca de la imagen digital, exponiendo el nacimiento como si de un metraje encontrado se tratara. La dificultad creciente de nuestra era para discriminar realidad y ficción, la aproximación documental (tanto visual como narrativa) y el humor de brocha gorda de los Zellner terminan de apuntalar las bases de un ejercicio que verá en Sasquatch Sunset (2024) su versión hipervitaminada.
Porque, aunque en este “ocaso de los bigfoot” (‹sasquatch› es el término usado para denominar este críptido entre las poblaciones indígenas de Norteamérica) en formato largo los Zellner se desprendan de la vocación ‹found footage› de su hermano menor, su esencia contemplativa —haciendo hincapié en los resortes visuales del documental—, descriptiva y grotesca sigue perviviendo. Sasquatch Sunset no esconde en ningún momento sus cartas: su juego es el de la extrañeza, la bufonada, esa recompensa observacional que solo aparece ante aquellos dotados de gran paciencia. Hay algo muy hermoso en la última película de los hermanos de Colorado: reivindica los tiempos muertos y la imagen calmada (aquella que permite al espectador investigar los recodos de la imagen), aproximación idónea para lo que termina constituyendo un verdadero estudio etológico.
La premisa es sencilla: seguir los pasos (y, por tanto, observar el sistema de comportamientos) de una familia de pies grandes durante su peregrinación hacia lo desconocido. Jamás sabremos el motivo de esta huida hacia delante (¿tendrá que ver con una crítica poco velada contra el cambio climático?), porque ello poco importa: lo relevante es contemplar la relación de los homínidos protagonistas como sistema y en relación a su entorno. Desde el más insustancial de los pastoreos hasta la más grosera de las cópulas, pasando por la comunicación corporal o la deposición y micción inherentes a los seres vivos (contrapunto humorístico y grotesco que ya intuíamos en el corto de 2011 con el que los Zellner gustan de insistir), el film se siente cómodo oscilando entre la payasada soez y la exploración sentimental de una forma de vida crepuscular.
Sorprende, desde la naturaleza más elemental de la película (que demanda un cierto anonimato de los actores enterrados bajo quilos de maquillaje), que la elección actoral sea tan ambiciosa: nombres como el del propio Nathan Zellner vienen acompañados por grandes cotizados como Riley Keough y Jesse Eisenberg. El hecho que esta familia de cuatro ‹Sasquatchs› esté interpretada por actores prácticamente invisibles (los empezamos a diferenciar solo cuando intuimos las personalidades de cada personaje) revela nuevamente una cuestión muy hermosa: actuar esencialmente con la mirada. El resultado es admirable en la medida en que se alcanzan cotas de gran expresividad y emotividad, a través de un trabajo y una gesticulación ocular impecable.
Mención especial para la bella fotografía de Mike Gioulakis —colaborador habitual de Shyamalan y David Robert Mitchell—, plagada de texturas, contrastes cromáticos y elegantes secuencias en continuidad que elevan el conjunto de la obra y mitigan en cierta manera las bufonadas conductuales de los cuatro pies grandes. Sasquatch Sunset estará lejos de satisfacer a un público amplio (bien por su minimalismo argumental, por su orgullosa ordinariez o por su aprecio de los tiempos sosegados), pero ofrecerá grandes recompensas para todos aquellos espectadores que, como este grupo de críptidos, veneren la naturaleza y la vida contemplativa.