A la manera de los clásicos del cine negro, donde el suspense venía recalcado por sendos flash-backs que interrumpían la línea narrativa, Samui Song se construye entorno a un accidente de coche al cual Pen-ek Ratanaruang retorna dos veces (una de ellas en blanco y negro), recordando a Perdición o El cartero siempre llama dos veces, para plantar la semilla de la discordia. De igual manera, la naturaleza de sus personajes acata las etiquetas de los cánones del género. Los hilos de esta historia están tejidos entorno a una mujer deudora del fatalismo femenino, un antihéroe atraído por el campo magnético de la anterior, y el molesto marido de la primera, único obstáculo para su liberación. Paulatinamente, la indiferencia entre ambos cuerpos se torna en necesidad y obsesión cuando el deseo más oscuro de la mujer se ve realizado en las aspiraciones del posible amante, cuya atracción permanece dudosa en todo momento.
Tomemos ahora una perspectiva distinta para enfocar esta película, poliédrica pese a la simpleza de su planteamiento. Al igual que existe una conexión con el pasado más clásico, Samui Song entronca también un discurso de fondo con la vertiente más actual de sus referencias directas. Y es que la película evoluciona a la manera de los mejores ‹neo-noirs›, donde los personajes, enfrascados en vidas miserables, ven en el crimen una falsa vía de escape que termina por desestabilizar sus realidades al carecer de la mínima lógica en sus modus operandi. Es este un largometraje sobre individuos al borde del colapso que se arriesgan a tomar, desesperados, decisiones que les vienen demasiado grandes. Dicho de otro modo, Ratanaruang enfoca su último trabajo de la única forma en que un ‹noir› podría tener sentido en un contexto viciado por la penuria humana, a través del ridículo y de la carencia de lógica. Volviendo a los señores Coen, que tan bien sabían ellos que lo absurdo y lo patético es el reflejo más sincero del alma humana en su más extrema bajeza. En Samui Song hay un millonario francés de manidos dejes intelectuales e importantes traumas sexuales, con una tal fijación por el misticismo asiático que sería dudoso afirmar si su caracterización tiene o no una intención paródica, casado con una actriz tailandesa en horas bajas curtida en papeles de villana histriónica de telenovelas, víctima de humillaciones y episodios de violencia doméstica por parte del hombre. Hay también un sicario de escaparate, frío e impoluto por fuera y quebrado y hueco por dentro, y el misterioso líder de una todavía más misteriosa secta de la que poco se sabe más allá de su voluntad de reclusión de adeptos, y sus poco ortodoxos métodos de reclutamiento.
La dualidad del planteamiento del cineasta es aún más interesante si se tiene en cuenta su carácter híbrido no sólo en el contenido sino también en la forma. Sabida es la despreocupación asiática por la fusión de géneros y los siempre fructíferos resultados de esta experimentación. La aproximación de Ratanaruang al thriller con bruscas inserciones de costumbrismo, patetismo e incluso realismo mágico aletargado trasciende las normas de los cánones establecidos y ofrece numerosas lecturas que concluyen en la misma dirección que parece llevar el director, y es que la película está construida de forma que parece haber una constante en su puesta en escena, repercutida en ese ambiguo desenlace meta-narrativo, y es el recordatorio de que en todo momento estamos asistiendo a una ficción.