Aviso: esta crítica nace rancia, pasada de moda y fuera de lugar antes de ser escrita.
Todas sabemos que el interés por este documental no existiría si el nombre de Samantha Hudson no hubiese llegado a los telediarios de sobremesa cuando un adolescente mallorquín hizo un videoclip para clase con su canción Maricón, donde afirma «soy maricón y me encanta Jesucristo». Todos a opinar. Carnaza televisiva, el problema número uno de esta reconstruida sociedad, donde interesa más informar de algo que haga llevar las manos a la cabeza a las ancianas y que provoca a esa gente que agarra una sartén por el mango y grita sobre dignidad y libertades acotadas de no-ofensa aunque ni siquiera sepa la realidad que se esconde tras la información-polvorín. Todos a opinar porque callarse y escuchar para qué, menudo bluf, igual se descompensan los chacras.
Yo veo Samantha Hudson y lo que aparece es un pre-post-adolescente de 18 años con un personaje vagamente explotado que está disfrutando del caos que produce buscar un lugar en el mundo. Él tiene suerte de saber presionar la pieza del puzzle hasta que finalmente encaje de algún modo, sin importar cómo queden de maltrechos los bordes.
El documental es superficial, pero el personaje también lo es, así que lo liviano se abre paso para contar una historia de mecha corta. Joan Porcel juega la carta testimonial para dar una respuesta adecuada al binomio [Iván +/- Samantha], conocer cual es el volumen que conforman sus minúsculos músculos y tratar de contar una vivencia espectral y muy moderna.
Hay algo de inocencia en el modo de narrar su vida. Si en un inicio parece que la «identidad» es lo que importa, pronto aparecen distintas voces que recrean el reflejo que les llega de la persona y el personaje. Tal vez es excesiva la búsqueda del equilibrio cuando realmente se quiere hablar de aventuras y excesos. Siempre está preparada la escena-contrapunto, el terminar una réplica a un stories de Instagram con una ceñuda reflexión sobre un posible futuro. Aún así lo que se intenta es dar a conocer esa juventud que tiene un poder que se puede contabilizar en modo de seguidores o visionados, un poder que cabe en la palma de una mano, y La Hudson es una excusa para ello, un juguete con fecha de caducidad, con el premio de la autoconsciencia de la vida finita que muchos antes no han sabido ver. Si hay algo en lo que todos coinciden es que la falta de esfuerzo será el fin de este alter ego. Y esto parece gritarnos que hay algo más que Iván en el documental, aunque todo gire a su alrededor. Hay indicios sobre música, sexo y gustos generacionales, tal vez pinceladas. Vivimos días donde todo se consume con avidez y prisas, y la creatividad se premia durante unos segundos, luego todo parece prefabricado y por tanto obsoleto. Así que Samantha Hudson seguramente era una idea vibrante y llena de extravagancias durante su creación, pero la inmediatez que se exige sin necesidad la convierte en una idea más, pasajera. Al final peca de lo que vende: demasiado pronto, demasiado rápido, demasiado joven. No hay suficiente frivolidad para compensar su inocencia.
El aviso no es una disculpa, es que algo me impide conectar con Samantha Hudson más allá de apostar por el «luego lo hago», pero poco tiene que ver con sus magníficas intenciones, porque nos aplaudimos cuando decimos en voz alta que somos demasiado viejos siendo jóvenes, pero cuánto jode sentirse viejo viendo a gente pulular por el mundo.