El animador suizo Claude Barras, quien se dio a conocer con la maravillosa La vida de Calabacín, candidata al Oscar a mejor película animada, regresa con su segundo largometraje ocho años después y empleando el mismo estilo visual, ofreciendo un ‹stop motion› bien pulido para, en esta ocasión, narrar una trama de trasfondo ecologista en la que una niña llamada Kéria rescata a un bebé orangután y conecta con sus raíces indígenas para ayudar a salvar un bosque de una empresa aceitera que planea convertirlo en una plantación, a pesar de que la familia nativa de Kéria vive allí.
Pensada en un tono más didáctico y más claramente dirigida a un público infantil que su predecesora, Salvajes no es una película exenta de aciertos o, por lo menos, de ideas interesantes en su retrato de las barbaries perpetradas por las grandes empresas agroindustriales en países en desarrollo. La sensación de impunidad por ir de la mano de los gobiernos locales, la arrogancia que demuestran y su capacidad para matar y hacer desaparecer en favor de su negocio no son aspectos que la película, a pesar de su tono infantil, esconda, y la rabia e impotencia legítimas que esto genera dan algunos de los momentos más potentes de la misma. Pero que Barras entienda esto, que comprenda el titular y se solidarice con esas historias, no significa que su visión no sea enormemente limitada, ingenua y, en más ocasiones de las que permitiría darle un pase, ridícula.
Sin meterme en exceso en las limitaciones, a nivel de caracterización, de hacer una historia que pretende mascar mucho sus mensajes, y que provoca que tengamos unos personajes bastante planos y carentes de interés para expandir sus historias, cuando no desconcertantes en su representación (no sé ni por donde coger el personaje de la bióloga y las luces de neón que lleva encima diciendo “soy bióloga, no lo olvides”), el problema, y es uno muy serio, es que parece hecha a golpe de titular leído en la comodidad de la distancia geográfica, cultural y socioeconómica, sin llegar a comprender de verdad la problemática y su gravedad. Barras puede conocer el diagnóstico, pero su falta de cercanía real es insultante. Prueba de ello es el misticismo con el que aborda cada una de las escenas en las que presenta el estilo de vida de los nativos, que parece un refrito malo de todos los clichés exotistas que pueblan el cine occidental y que dejaron de ser aceptables como representación hace tiempo, una exaltación de la sabiduría natural y ancestral desde el punto de vista de la guía para turistas. Esto ya es para darle unas cuantas vueltas, pero ni siquiera es lo peor.
Lo más criticable, y esto ya sí que es algo que no se puede pasar y me ha resultado indignante, es su mensaje. Acepto que se enarbole una postura pacifista, que quiera creer que hay soluciones no violentas, a corto o largo plazo, para las amenazas que se explicitan en esta película; la ingenuidad no tiene por qué ser mala y menos si es bienintencionada en una obra dirigida a niños. Pero, conociendo y asumiendo el historial sangriento de las empresas explotadoras de los recursos naturales en estos lugares, sabiendo los niveles de violencia descarnada y sistemática que han provocado y su impunidad escandalosa, teniendo en cuenta los miles de activistas ecologistas y nativos asesinados y desaparecidos, los pueblos enteros masacrados (porque todo esto los guionistas de esta película lo deben saber, otra cosa es que asuman su magnitud); en fin, siendo consciente de lo que está representando, por mucho que sea una versión dulcificada para un público infantil, debería resultar vergonzante que el impulso de reconciliación y no violencia acabe resonando en una reivindicación de la protesta “siempre y cuando sea pacífica y ordenada” y la esperanza en la viralidad de una publicación en redes. Soluciones de socialdemocracia europea para un lugar en el que la gente es enterrada o desaparece a diario por defender sus derechos y su patrimonio. Este es el nivel.
Y lamento mucho hablar del segundo largometraje de Claude Barras en estos términos, apreciando muchísimo su primero, y todavía esperanzado en que su siguiente proyecto aborde un tema que realmente le motive para comprenderlo y mostrar empatía en su gravedad, y no desde un filtro acomodado en la distancia, cuya buena intención no basta para borrar la sensación de que está mirando por encima del hombro y que no le importa pasar como una apisonadora por la temática que trata mientras lo pueda empaquetar en una moraleja bonita y cándida para un público que, al menos, tiene justificado no entender las implicaciones de lo que se está narrando y representando. Salvajes es una película que, tal vez, no debió siquiera existir. Puede que siga teniendo una calidad técnica nada desdeñable, que sea maravilloso constatar que el ‹stop motion› europeo tiene mucho que decir y que suponga un aporte excelente para que la animación suiza se siga desarrollando y acumulando visibilidad; pero nada hiere más a una historia que no ser consciente de lo que se está hablando y expresarse en reduccionismos insultantes ante un asunto muy serio.
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