Sal arranca con un off hablándonos acerca de la fascinante historia del desierto en el que transcurre el film, tiempo atrás agua y ahora tierra yerma. A través de esa apreciación, William Vega establece un misticismo particular en la zona donde se desarrollará el núcleo del relato, escindiendo así a todos aquellos personajes que no moran en ese terreno de una mística que se manifiesta especialmente en Salomón, establecido en ese lugar desde tiempos remotos.
El cineasta colombiano arma en ese contexto un film cuyos matices podrían evocar en cierto modo una suerte de western crepuscular de tintes post-apocalípticos —sobre todo en la configuración de algunos espacios—, pero que no interioriza en ningún momento, sirviendo más como componentes para modular los escenarios y desde una determinada perspectiva incluso sus personajes. La llegada de un extraño cuya identidad y procedencia desconocemos, serviría en ese sentido como desencadenante en un espacio dominado por la inclemencia del medio —esos rostros sudorosos, el uso de ropaje como protección de las altas temperaturas— y por la hostilidad de bandidos, a los que Heraldo denomina piratas, que aunque apenas hacen acto de aparición, sí condicionan el día a día de sus habitantes.
Si bien la aparición de ese joven, cuyo vehículo quedará inservible, que proviene según Salomón del llamado camino de los bandidos, no parecerá perturbar la aparente normalidad del territorio, pronto Vega va ofreciendo señas del lugar de procedencia de Heraldo y de los motivos para emprender el viaje que le terminará llevando a las salinas donde se sucede el relato. El protagonista, en busca de unas raíces mediante el ideario de un padre ausente, se encontrará ante un universo que, a través de la voz de Salomón, se muestra divergente con una imagen que halla en lo material una definición por sí sola, y a cuyo pasado vuelve Vega para definir inquietudes —en ese flashback donde Heraldo no es el único que busca en su huida un punto de partida—.
El materialismo que en cierto modo impregna el destino de Heraldo, se encontrará ante un paraje donde lo natural, aquello que en esencia nos define, supondrá una respuesta destinada a cuestionar su devenir. Salomón actúa pues como tótem de una tierra donde esa sal a la que alude el título cobra una resonancia mayor de la que parecería tener, y actúa no tanto como forma anclada a la supervivencia en esos páramos, sino también como modo de definir una existencia que huye de cualquier disonancia para con su estilo de vida. Algo que queda reforzado por esa escasez de bienes que parecen propugnar tanto Salomón como su compañera, así como por una manera de afrontar el día a día impulsada desde una austeridad y una economía de medios que dota de un tono distintivo tanto a la narración como a los propios escenarios.
William Vega aprovecha los parámetros desde los que concibe el particular universo en el que se mueve Salomón, y se aleja a través de ellos del carácter más hostil y severo reflejado en la naturaleza de una tierra cuyo sino parece apuntar en otra dirección. Del cruento contexto que a priori exponen sus imágenes, y que bien podrían hacer desembocar el film en un thriller, a un marco dramático de tintes existencialistas que traslada el encuentro de sus personajes a la vía desde la cual articular uno de esos ejercicios que, a partir de su libro de estilo y en la firmeza de su discurso, suponen una apuesta de lo más sugerente, Sal se establece como otra voz propia en el cine latinoamericano con la que seguir expandiendo un ideario con mucho terreno que explorar.
Larga vida a la nueva carne.