La escritura devanagari, los versos que recoge y la música tradicional que los acompañan ya nos introducen, desde el primer plano de la cinta, en un universo antiguo, inmemorial, en el que las creencias espirituales y los hechos empíricos están al mismo nivel de verosimilitud, de manera que conforman conjuntamente una visión de la existencia donde la realidad más cotidiana se ve teñida de magia y trascendencia.
No en vano, y por confesión expresa del propio realizador, Prantik Narayan Basu, Sakhisona pretende ser una relectura en clave ficcional y fílmica de los mitos vinculados a la zona de Mogulmari (Bengala Occidental), entre ellos el de la heroína que da título a la pieza, y cuyo nombre también lleva una montaña local.
De ahí que, con sabiduría, el autor haya creado una obra hondamente poética y alegórica tanto visual como argumentalmente hablando, en la que todas las instancias discursivas están puestas al servicio de la consecución de una atmósfera atemporal y eterna, y por eso mismo tan bella como inquietante. Ello explica, entre otras cosas, el uso del celuloide y del blanco y negro, así como las sutiles sobreimpresiones que sugieren una verdad oculta escondida en la naturaleza –en una idea que conecta directamente con la oposición hinduista entre Maya/Brahma– y, muy especialmente, la narrativa construida a fuerza, sobre todo, de planos detalle y planos generales, con lo que los tres principales personajes del relato transitan en él como minúsculos engranajes de un complejo plan superior, en el que las montañas, las cuevas, los ríos y los árboles juegan el papel de espectadores pero, también, de agentes «divinos» de su destino.
A partir del cuento popular sobre un hombre tentado por una fruta y convertido por ello en una cabra (sic), Basu teje la historia de un triángulo amoroso, en la que Sakhisona (Arunima Shankar) es abandonada por su esposo al enamorarse de una cabrera. Como en la intriga original, aunque con un giro más moderno, la protagonista deberá luchar contra sus demonios interiores para sobreponerse a la pérdida del amado; una temática de tintes feministas que ya se insinúa en el cuento de partida, pero que la cinta y las reinterpretaciones de aquel hechas por Faqir Raam y Muhamad Qurban Ali (explícitamente citadas en el prólogo de la película), acrecientan de manera decidida, al convertir a Sakhisona en emblema de guerrera (la veremos luchar contra un monstruo), artista (traza petroglifos mientras espera el regreso de su marido) y fuerza creadora (al equipararse su figura al agua y, por ende, a la fuente de la vida).
Pero aún hay más; y es que Basu inserta fotografías fijas de unas excavaciones arqueológicas actuales llevadas a cabo en una localización cercana de la misma región, que han dejado al descubierto las ruinas de un monasterio datado, aproximadamente, del siglo VI. Con dicho recurso el director enlaza meridianamente el pasado con el presente y, a la vez, recuerda la condición del cine de arte espaciotemporal, cuyas las imágenes, en este caso excluidas de un engarce lineal, actúan con el mismo poder de evocación que los objetos y restos de antaño desenterrados por los arqueólogos.
En definitiva, y para concluir, el portentoso lirismo visual y la profundidad temática que desprende Sakhisona en sus apenas veintiséis minutos de duración entroncan con el mejor ‹fantastique› no solo de su nación (v. gr. Adoor Gopalakrishnan) sino del resto de Asia. Sugerente, ambiguo, hipnótico y bello, este cortometraje es una oda panteísta a la voluntad humana, cargado como se halla a partes iguales de melancolía y esperanza, de sobrecogimiento y alegría, de folclore y vanguardismo, de leyenda e historia. No es de extrañar, por tanto, que esta pequeña joya fuera galardonada con el Premio Tigre dentro de su categoría en la pasada edición del Festival de Rotterdam.