Tras un oscuro inicio sobre males nocturnos, sobre sueños que enlazan madres e hijas en un intento de cultivar un destino unísono, presenciamos a Rama mimetizada a partir de tonos terrosos con el espacio en el que se encuentra hablando de Marguerite Duras, de su interpretación del pasado y contextualizando «cómo la autora utiliza el poder de su narrativa para sublimar la realidad». Parece, desde el mismo texto, estar definiendo las intenciones de la propia Alice Diop con Saint Omer. El pueblo contra Laurence Coly, su primera aproximación a la ficción. Utiliza esa frase para confrentar la realidad conocida como agravio a las mujeres tras la guerra frente a la ficción inspirada de la bellísima Hiroshima, mon amour de Resnais que la propia Duras escribió; nos habla de humillación, de un pelo que crece visualmente, pero cuya pérdida y significancia queda aferrada a la memoria. Algo que trata de ser una sencilla apertura de miras para comprender el trabajo de Rama, nos empuja a una elocuente definición que se repetirá a lo largo de la película en otros términos con un mismo significado, sobre ese intenso mal que se aferra por encima de lo que se puede ver, de aquello que perdura más allá de la muerte o la propia culpa.
Diop nos separa de la teoría para narrar paralelismos con la realidad. Se inspira en un hecho capaz de horripilar a la opinión pública y enarbola una compleja sucesión de ideas y conceptos que debe reconstruir el propio espectador a través de semejanzas e intereses propios, con la simple intención de reproducir un juicio que no necesita un veredicto concreto. Y es realmente sorprendente e inspirador.
Saint Omer es un lugar de encuentro, dentro de un juzgado, donde redescubrir los límites de la verdad. Volvemos en su interior a descubrir esa apariencia mimetizada con el entorno, en esta ocasión con la presencia de Laurence Coly, una mujer acusada de haber asesinado a su hija. Partimos de una certeza, la muerte de una niña a manos de su madre, para perdernos en un laberinto de espejos entre estas dos mujeres que comparten un mismo espacio sin, aparentemente, tener nada en común. La directora busca la franqueza con su cámara, al enfrentarse directamente a los interlocutores sin apenas variar la posición de su mirada, como si realmente retransmitiera un juicio. De este modo se va desarrollando una historia que ejerce de muelle, pues en su avance se acerca y aleja de cualquier aproximación a la verdad. Sin perder los modales ni tener la intención de separarse de ese tono sereno, se destapan temas universales que afectan a una sociedad llena de mixturas que todavía no sabe desprenderse de las jerarquías. Jerarquías raciales, jerarquías sexuales, jerarquías adquisitivas: todas nos obligan a mirar de frente a Laurence y a la evolución de una vida que la ha llevado a una existencia nula.
Con una mirada clara, luminosa, la directora se atreve a cuestionar a todos los presentes a través de las trampas del lenguaje; puede ser lo que dicen, pueden ser sus gestos, pero del racismo al patriarcado, pasando por el clasismo y las acepciones culturales, todos se convierten en elementos con los que enfrentar cualquier verdad. Rama permanece en un segundo plano durante el juicio, pero sus interacciones con aquello que le rodea van contextualizando esa idea de espejo con Laurence, a través de un interesantísimo desarrollo sobre la maternidad. El papel de una hija a quien le inquieta el legado materno, el papel de una madre que no desea repetir los ecos del pasado, el papel de una mujer que conoce el peso de la racialización en el primer mundo. Todo lleva a un mismo sentimiento, y se multiplica en ambos personajes sin necesidad de aportar un juicio de valor, con la simple consecución de los acontecimientos.
Saint Omer no se estanca y es algo que se convierte en un privilegio. Los cambios son nimios, pero la cámara comienza a ampliar sus puntos de mira. Llega un momento donde, manteniendo el debate de los hechos juzgados, se acota el valor humano de una persona inexistente y por tanto las distancias y similitudes con aquella que la observa. En una escena en concreto se mide esa distancia física a través de la asfixia de Rama, cuando por fin Laurence se permite reaccionar sentimentalmente a lo que acontece; es en ese instante cuando la cámara se sitúa en el asiento de los invitados al espectáculo, enfocando un entorno disperso, enfrentando la mirada de las dos mujeres.
Los referentes son, si cabe, tan importantes como sus meditados mensajes que han calado con el paso del tiempo. Más allá de la esclarecedora definición de las palabras de Duras, se diserta en este relato sobre filosofía citando a Wittgenstein, un pensador de la lógica, se cita a los clásicos a través de los misterios de Medea, e incluso se utilizan imágenes de la película de Pasolini sobre el mismo personaje para dar rienda suelta a esos posibles hechos acontecidos. La narrativa a los pies de la realidad, un sencillo apunte que lleva a atenuar la importancia de una resolución para Laurence cuando la intimidad de Rama se transforma en protagonista. Alice Diop sabe recurrir una y otra vez a los paralelismos, y se siente realmente su inspiración después de liberar un discurso en femenino, resaltando su interés por las reacciones de otras mujeres, todas ellas, ante algo que las atañe desde sus propias entrañas, mirándonos (mirándose) frente a frente, para salvar las distancias y comprender más allá de la desgracia, de la vida o de la muerte, y materializar así el individualismo en favor de aquello que andaba buscando Rama desde un inicio, un sentido a ese monstruo que llevamos dentro, y una paz al aceptarlo en todas sus formas.