Hablar de Ryûsuke Hamaguchi significa, en gran medida, referirnos a una de las últimas grandes esperanzas del cine de autor mundial. Con 42 años y más de 20 películas en su haber (sin obviar cortos y mediometrajes), cuenta con el beneplácito de la mayoría de la crítica profesional y de un prestigio que parece ir cada año a más, sobre todo desde que estrenase Happy Hour en el Festival de Locarno de 2015, título con una duración de más de 5 horas donde nos mostraba las vidas de 4 amigas treintañeras juntas y por separado, y con la que muchos pensaron estar visionando a Jacques Rivette, entre otros.
Con una trayectoria ascendente en la que también destacan cintas como Asako (2018), Drive My Car o La ruleta de la fortuna y la fantasía (ambas del 2021), todo apunta a que estamos ante un realizador con una forma de ver la vida y el cine muy particular. Capaz de tomarse todo el tiempo del mundo a la hora de desarrollar historias como un río que fluye de forma natural por afluentes y corrientes principales, también le gusta ser conciso si el relato lo requiere. Tanto es así, que resulta llamativo ver lo poco que le importan algunos detalles que a priori pueden parecer muy relevantes y terminan por no serlo cuando ves su obra por completo.
Un ejemplo válido de esto es visible en Touching the Skin of Eeriness (2013), un mediometraje de 54 minutos con una sinopsis que nos cuenta que «Chihiro, un joven que ha perdido a su padre, se va a vivir con su hermanastro Togo y su pareja Misato. Togo y Misato le dan una cálida bienvenida a Chihiro, pero Chihiro, que sufre de un sentimiento de soledad, se dedica a practicar una suerte de danza contemporánea con su compañero Naoya». Lo interesante, en este caso, es que todo esto ocurre antes de que empiece la película y, si no has leído nada y la ves de todos modos, la verdad es que no cambia demasiado la experiencia. Lo importante sigue ahí. La alienación, lo misterioso del tacto, la abrumadora cantidad de verde que respalda el erotismo que llena la pantalla, la exploración de las relaciones humanas y nuestra condición en general en una atmósfera inquietante que termina en un continuará, y que hace que incluso me pregunte si hay un previamente o algo así.
Lo interesante, lo importante… Esto es: Chihiro no deja que su hermanastro Togo le toque, aunque parece querer tocar a Naoya, aunque ese acto está prohibido de antemano porque es parte del baile que practican y que les obliga a abrazarse bajo la regla de no tocarse. Y eso es todo, que no es poco. Unas reglas del juego impuestas por Hamaguchi, más allá de lo común o la parafilia. Asistimos, así, a un mundo lleno de deseos donde las personas no pueden tocarse entre sí. Convertida en una película que proyecta los deseos humanos en una pantalla, que seduce a los que ven, porque no pueden tocar directamente nada. Como si el abrazo sin tocarse fuese una compensación para suplir ese deseo eternamente insatisfecho. Porque, en esta película, los momentos de la vida cotidiana que están a punto de comenzar a brillar con fuerza, se cortan siempre de antemano, acumulándose al final.
Como una ley peculiar de su mundo, la audiencia solo está informada de lo estrictamente necesario. La presencia constante del polypterus, el significado de la inundación de la que algunos personajes hablan, de diálogos aparentemente improvisados que hablan sobre “cosas que dan miedo al tacto” y sobre “ser el pez y ser el agua”. En definitiva, escenas que sirven de pistas sobre qué es lo espeluznante de su título y qué significa tocarlo, aunque puede que algunos se sientan decepcionados por metáforas sobre peces antiguos que se hunden en el fondo del río, la danza contemporánea, las cicatrices en la piel y el clásico “¿por qué nos atraen tanto las cosas extrañas?”.
Pero hay algo innegable en la capacidad de Hamaguchi para transmitir. Es tal la humedad en el ambiente, que al espectador le llega un aroma que se adhiere a nuestros cuerpos tanto como al de los actores. Un poder de succión que parece cambiar la relación entre nosotros y las cosas que nos rodean, mientras tratamos de borrar los límites. Una forma diferente de buscar la comunicación, lejos del diálogo, llevándonos a un sentimiento previo al de dormir o estar despierto; un cuerpo flexible que fluye en tensión y que parece tocar, pero no toca. Al menos hasta que veamos la secuela prometida.