A principios de este año, Netflix ha estrenado en su plataforma la película mexicana del pasado 2022 Ruido, de la directora Natalia Beristain. Un film en el que se nos narra la odisea de una madre en la búsqueda de su hija, en el marco de los feminicidios y desapariciones de mujeres que asolan México y que aún hoy siguen presentes ante la impunidad de un sistema corrupto que no se enfrenta de manera efectiva a este problema.
Tercer largometraje en solitario de la directora mexicana, ha desarrollado una extensa trayectoria en series de todo tipo y en sus dos anteriores trabajos en el largo, No quiero dormir sola (2012) y Los adioses (2017) ya abordaba el universo femenino desde un punto de vista íntimo. En esta ocasión, se embarca en un drama que salpica al conjunto de la sociedad mexicana, y lo hace con una inequívoca voluntad de denuncia justa. Todo un panfleto, en el mejor y más noble de los sentidos, impactante, necesario y estremecedor, capaz de remover cualquier conciencia.
A través del viaje a los horrores de una madre (interpretada por la actriz Julieta Egurrola, madre a su vez de la directora) se nos embarca en una historia desasosegante por lo que tiene de real, en una especie de relato kafkiano, de fondo trágico y terrible, en el que unas fuerzas ocultas emergen a la superficie para llevarse a personas inocentes, sobre todo mujeres, en el contexto del mundo del narcotráfico y la trata de personas.
Beristain realiza una película tristemente necesaria, a la que muchos ya se han referido como «la película que no debería de existir». Pero en cualquier caso, el cine históricamente no ha sido solo un ejercicio de evasión y transmisión de ficciones, sino también un instrumento poderoso de denuncia y un vehículo cargado de mensajes y realidades. Mi empatía y solidaridad por este tipo de films es total, y mi respeto es enorme por muchos de los que lo han practicado, alcanzando cotas cinematográficas excelsas como es el caso de autores como Ken Loach o Costa-Gavras.
Ya entrando en el terreno de la crítica, y si nos ceñimos (algo que en este caso resulta dificultoso) al aspecto estrictamente cinematográfico, el drama, la realidad de lo que se cuenta, es de unas dimensiones tan terribles, que su resultado en la pantalla no está a la altura de las mismas. Beristain realiza una película bienintencionada, valiente y explícita, pero el mensaje que lleva asociado se sitúa muy por encima de su trabajo, que no siempre atina en las decisiones visuales y narrativas. El film acierta en su planteamiento y en su esquema básico, pero no queda bien resuelto en su ejecución.
Una puesta en escena pulcra en exceso, que nos aleja de los abismos tenebrosos de lo que pretende narrar y unas interpretaciones que en algunos casos transmiten más afectación que emoción, lastran un film que, a pesar de todo, cuenta con algunos instantes memorables e imborrables (el momento de abatimiento y derrota de un padre incapaz de afrontar una búsqueda que siente fracasada, o la terrible escena del autobús) que impactan a un espectador aterrorizado por todo lo que tiene de verdad esta historia.
Un film que, aún con sus defectos, debo recomendar por la potencia de su mensaje y por la necesidad de que todos tomemos conciencia de realidades, si bien lejanas, que no deben resultar ajenas. Un elemento extraño en el, casi siempre, intrascendente y almibarado catálogo de Netflix, que os invito a ver sobre todo por la emoción y la fuerza de lo que cuenta, más que por sus virtudes cinematográficas.