La distorsión de una señal televisiva provocada por un niño ‹punky›, en la primera escena de The Guitar Mongoloid, no solo supone una introducción ideal al cine de Ruben Östlund, sino también una síntesis visual de las formas utilizadas por el cineasta sueco y qué lugar ocupa él mismo en su acercamiento a la otra realidad de su país. Las imágenes exuberantes y de carácter nacionalista de un concierto multitudinario emitidas por la televisión son, así, interrumpidas por un niño que redirige las antenas desde una azotea. Irrumpe en la idealización de una realidad artificial para desviar la mirada de la cámara —y, por lo tanto, la de los espectadores— hacia otra realidad más imperfecta, ácida, grotesca e incluso ridícula, tal y como hace Östlund en su primer largometraje.
La cinta muestra, desde un marcado dispositivo fílmico basado en el distanciamiento y la continuidad del plano, un seguido de situaciones “cotidianas” alejadas del carácter glorificador de las imágenes televisivas iniciales. Escenas aparentemente independientes de personas completamente diferentes —entre ellas y en el contexto social que habitan— que, sin embargo, comparten una cierta idiosincrasia. En este sentido, cabe preguntarse si no es porque todas ellas son rodadas desde un punto de vista igual. La aproximación y voluntad de entender una realidad por parte de un demiurgo desde la disección de esta. En una cotidianidad forzadamente homogénea, Östlund es el artífice que separa sus piezas y las diferencia para hallar en su diversidad una verdad profundamente humana. La cuestión pues sería si el autor de The Guitar Mongoloid no cae, mediante una puesta en escena por momentos hermética en exceso, justamente en la homogeneización de ese conjunto nacional que pretende reconfigurar a través de la sátira, la hipérbole —se dan aquí los primeros pasos en la exploración de las fisuras en lo masculino expresado en su versión más idiota y salvaje, simplificada en pura testosterona— y la comedia dramática.
Sin llegar, ni mucho menos, a poder considerarse extrema o radical, The Guitar Mongoloid se decanta por mantener su propuesta formal constantemente, pero todo ello sin profundizar en las posibilidades expresivas —sobre todo en cuanto a libertad de movimientos de personajes se refiere— que ofrece el plano general. No obstante, aunque en general el filme en sí pueda resultar repetitivo, la implicación por parte de Östlund en creer en su idea manifiesta una valentía a considerar.
En cualquier caso, sí vale la pena subrayar la historia del niño que da título a la película, pues logra picos de emoción muy interesantes. Una figura infantil perdida en un mundo sumido en sus propias banalidades que, de nuevo, al igual que en la primera secuencia, consigue interrumpir, esta vez, lanzando al cielo un globo creado por bolsas de basura gigante. Algo así como hace Ruben Östlund aquí; una agrupación de aquello que el mundo desecha para lanzarlo al cielo en imágenes que, pese a sus posibles problemáticas, redirigen nuestros ojos hacia otro lugar.