El arte como zona del subconsciente, como remanente de un pasado del que resulta imposible desprenderse.
Ruben Brandt, Collector se dirige a los recovecos de la psique en un ejercicio donde toda referencia —resulte concerniente a la pintura o al cine— obtiene más peso del que se podría deducir de un film como el presentado por el esloveno afincado en Hungría. Más allá de enriquecer un universo que se siente referencial, pero al mismo tiempo personal, el debut de Milorad Krstic navega en un terreno de lo más sugerente: el del arte como espejo, como representación propia ante un mundo cada vez más preso por intereses y globalizado, moldeado a la perspectiva de unos pocos. En el contexto servido, ya no importa tanto si el arte sustraído en las incursiones de los distintos personajes posee una cierta relevancia, un innegable valor histórico. La imagen que obtenemos a través del mismo es de un valor meramente judicial, mercantil, como buscando dotar de un orden establecido a aquello que es parte de un organismo más que del imaginario colectivo. Es ahí donde surge la figura de Ruben Brandt, un afamado psicólogo que trata con ladrones de guante blanco y cuya relación con lo pictórico se revela como parte de una mente trastornada por la influencia ejercida sobre la misma. No hay, entonces, una conexión con el estímulo que puede suscitar la obra ‹per se›, sino más bien una interacción frontal que influye directamente en el individuo, que abre nuevas sendas, en este caso delimitadoras en tanto este no alcanza a comprender las connotaciones de aquello que se interpreta directamente como un mal sueño.
El trabajo de Krstic aprovecha tal premisa desde su posición de pieza genérica sin confines. Del horror generado por lo pesadillesco, por esa dimensión creada en la psique, pasamos así a la esencia pura de un noir que juega con las expectativas desde su condición de ejercicio psicológico (en el que confluye el sueño en su vertiente más negra), aunque en todo momento a modo de jugueteo casi lúdico, apelando desde esa perspectiva a la cabriola, a la dilatación de una acto a la manera en que el maestro del suspense lograba trasladar su forma de retozar con la intriga a un marco puramente de aventuras e incluso acción —donde llega a colindar con De Palma, que no es sino uno de los mayores sustractores de la esencia del cine del británico—.
Ruben Brandt, Collector funciona así como el expositor referencial al que hacía alusión —lejos de sus muy evidentes guiños visuales—, pero del mismo modo compone una estimulante reflexión —más allá de la parte troncal del discurso, a través de menudos apuntes como esa “performance” realizada por los compañeros del protagonista donde el arte está desposeído de su significado— que otorga un valor añadido a su composición.
La absorción y deglución de citas visuales no revela, sin embargo, un espacio acomodaticio en el que hacer del texto ajeno uno propio sin la necesidad de reinterpretar visualmente sus connotaciones: las imágenes de Ruben Brandt, Collector poseen, pues, la indispensable personalidad de una obra que huye del conformismo y resuelve de forma intrépida su singular inmersión, por más que en algún momento abarrote el universo creado por figuras presentes en el imaginario colectivo. Pero es que, al fin y al cabo, ese es su sino, el de saber expandir un microcosmos en el que todas esas representaciones no son más que parte de lo que nos rodea, no en un estado físico, sino en una percepción que se sumerge en los confines de la mente y capta cada estímulo como un todo, como la comprensión (y, por tanto, reformulación) ineludible del propio ser.
Larga vida a la nueva carne.