Son muchas las películas que han explorado el malestar y la desorientación de la juventud. Rossosperanza hace lo propio centrándose en un grupo de adolescentes privilegiados, hijos de las clases dirigentes del país (la Italia de principios de los noventa, con Berlusconi a las puertas de acceder al poder), cuya incapacidad para encajar en lo que sus padres o la sociedad espera de ellos les empuja hacia peligrosas vías de autodescubrimiento y rebelión. La forma de contar esto bascula entre el drama, la sátira y el absurdo, todo bañado en aromas casi de cuento de hadas: la simbología animal (las cucarachas, el tigre…), el uso del color y la música (ya en la apertura con Lullaby de The Cure, nana oscura por antonomasia)… Es, en fin, un juguete posmoderno cargado de vitriolo, que apunta y dispara contra las tres patas del poder en Italia: Iglesia, política y televisión (la cuarta, la mafia, queda esta vez fuera de la ecuación). Todo, en principio, muy apetecible, tanto para la vista como para el intelecto, pero el resultado no cuaja. Los esfuerzos de Annarita Zambrano por hallar una voz personal caen en saco roto. Ni es lo suficientemente provocadora como para perdurar en la memoria, ni tiene esa densidad emocional que haría que la historia nos interesara y nos tocara la fibra, aunque fuera solo un poco.
El problema es que los personajes principales (y sus respectivos conflictos y circunstancias personales) son bastante arquetípicos y manidos. Unos aspiran al reconocimiento de su identidad sexual, otros quieren volar fuera de la órbita paterna, otros intentar superar traumas familiares… Juntos crean una heterodoxa familia disfuncional, pero uno no llega nunca a comprometerse con su causa, por mucho que la mire desde lejos con simpatía. La idea de la película tampoco está bien trabajada: esa institución en la que los jóvenes conflictivos de las familias pudientes son recluidos para que se los someta a técnicas correctivas que permiten su reintegración en la sociedad, ni resulta creíble en sus métodos (¿gatear para sentir el suelo? ¿aprender a pedir perdón cuando te insultan?), ni está bien descrita o desarrollada en líneas generales. Este es un problema que afecta globalmente a la película: es más una colección de viñetas que un todo coherente y cohesionado. Su discurrir es, pues, accidentado, cortante, infructuoso, con saltos en el tiempo no siempre bien administrados, ‹flashbacks› que permiten perfilar a los personajes, sí, pero no hilvanar sus respectivas historias en un tejido conjunto satisfactorio, lo que hace que, llegado el desenlace, la sensación que más predomine sea de frustración.
No obstante, Rossosperanza es un trabajo al menos atractivo en los detalles, en lo accesorio: su joven y desconocido reparto resulta seductor y carismático, la conjunción de música y fotografía crea momentos envolventes, y cuando saca las garras para denunciar la hipocresía y la podredumbre que subyace en la alta sociedad italiana resulta bastante convincente, sin llegar a la mordiente y el poderío de un Sorrentino, por citar el referente más obvio, pero aun así siendo efectiva en lo que se propone. Solo cabe lamentar que una historia con tanto potencial se haya acabado diluyendo dentro de una caótica estructura y de cierta complacencia en sus devaneos esteticistas, dejando un poco huérfanas a sus criaturas protagonistas, que exigían más mimo y elaboración desde el punto de vista del guion; su drama personal (todos ellos son víctimas en cierta manera de la incomprensión y la falta de afecto de sus progenitores) tenía mucho espacio para desarrollarse, pero salvo destellos muy puntuales de melancolía, nada de lo que les acontece nos importa o nos afecta. Toda la película, en realidad, se rige por el signo de la indiferencia: siendo una golosina más o menos agradable a la vista, más o menos amena, sientes que no va a ninguna parte y que desaprovecha sus muchas posibilidades de un modo un tanto torpe e ingenuo. En definitiva, una oportunidad perdida.