Con el estreno de Gett: El divorcio de Viviane Amsalem en nuestras pantallas, desde Cine Maldito se ha querido hablar de alguna obra anterior de los cineastas y la elegida fue Shiva (Los siete días, en su traducción al español, del 2008). Como el jefe de todo esto considera que algún mínimo conocimiento e interés tengo sobre el cine israelí, me ofreció hablar de la cinta.
Y aunque habría que ser muy optimista para considerar que tengo alguna puñetera idea sobre el cine israelí, da la casualidad que ya había visto la primera película de Ronit y Shlomi Elkabetz, To Take a Wife, 2004. Se puede sacar algunas conclusiones bastante obvias y otras de gran interés.
La primera es que las tres películas que han realizado hasta la fecha tienen mucho en común, pues se trata, ni más ni menos, de la evolución de un mismo personaje en tres momentos diferente de su vida ante un problema. Hablamos de Viviane, personaje central en To take a wife que quiere dejar a su marido pero su familia se lo impide. En Shiva, una cinta coral, aunque en ella recae la brújula moral de la obra, lleva 3 años separada cuando el fallecimiento de un hermano le obliga a pasar 7 días encerrada en una casa con su familia. Una familia llena de secretos y mentiras que terminarán por salir a la luz con dramáticas consecuencias. En Gett, the Trial of Viviane Amsalem, por lo que leo en la crítica que se hizo desde Cine Maldito, el punto de vista vuelve a recaer en Viviane, que para esta ocasión deja de estar representada por la co-directora Ronit, también actriz a la que siempre recuerdo con mucho cariño por su papelón en Or (Mi tesoro, Keren Yedaya, 2004). Ya separada definitivamente de su marido, lucha por conseguir los papeles del divorcio para no ser una apestada social. Una lucha difícil, ya que en Israel, en una de sus muchas contradicciones, sólo puede reclamar el divorcio el marido, nunca la mujer.
Shiva es, por tanto, una pequeña rareza de esta trilogía. Sigue hablando de la familia y la religión, pero la historia personal de Viviane es sólo una más en la trama.
La película comienza con toda la familia dando el último adiós a uno de los suyos. La escena podría resultar especialmente dramática sino fuera porque son interrumpidos en sus llantos por las sirenas anti aéreas. Asustados, toda la familia, menos la madre, se ponen sus máscaras anti gas. Estamos en en Israel en 1991, en plena I Guerra del golfo, donde habría que recordar, la paranoia reinaba en Israel ante el temor que Sadam Hussein lanzara gas letal sobre la población, cosa que no sucedió, pero que sirvió para vender máscaras a todo el mundo y alimentar ese miedo a todo lo que viniera de fuera de Israel. Esa ruptura del género me parece magistral, y una escena dramática desemboca en una comedia negra, con esos parientes recitando los versos del libro sagrado entre sirenas anti aéreas y que apenas se les puede escuchar por las máscaras que llevan encima. Pero ahí reside el resumen de la peli; ante el peligro de ser bombardeados, o peor, gaseados, ninguno se atreve a irse del entierro, porque eso, «está prohibido», como se encargan de repetir constantemente ciertos personajes de la cinta.
Lo que sigue es pasar siete días y siete noches en la casa del difunto, no de la viuda, ojo, pues sólo será su casa tras pasar los siete días de luto, nunca antes. En esas pocas habitaciones tenemos multitud de personajes, con secretos y mentiras a sus espaldas, que tendrán que enfrentarse entre ellos en silencio hasta que inevitablemente todo termine por saltar por los aires.
Es una lástima, pero no todos los personajes están igual de bien perfilados y aunque es evidente que desde la cámara se otorga más protagonismo a unos que a otros, se tiene la sensación que los hay que están mal definidos o que no se entiende muy bien de donde salen. Pero esto acaba por ser un detalle sin importancia, porque los que importan se van descubriendo en un sin fin de capas de cara al resto y al espectador.
Tal vez, algunos momentos resulten inevitablemente teatrales, no en sus conversaciones, si no en los detonantes que conllevan acaloradas discusiones. No resultan siempre orgánicas y naturales, si no impostadas, como si viéramos a un guionista en la esquinita susurrando en el odio a una actriz de la obra: ‹y ahora ella dice un comentario sin más y tú te vuelves to loca y lo rompes todo…¡Ahora!›.
Por lo demás, es una obra donde poco a poco se van descubriendo las piezas que faltan para encajar el puzzle, donde se juega a dosificar la información y donde el núcleo familiar acaba destruido por una serie de revelaciones entre secretos, mentiras y silencios. Todos resultan de alguna manera mezquinos, encerrados en vida en una casa que huele a muerte, regidos por una serie de normas que desde la cámara y su mirada se rechaza de pleno y sin misericordia.
Las subtramas personales van explicándose, en ocasiones atropelladamente, como si la cinta necesitará más minutos para dejarnos respirar y entender lo que sucede y quien es quien, pero al final en mayor medida queda resuelto este punto. No es una obra redonda y muchos la encontrarán una película con poco que ofrecer. No obstante, esta obra que en ocasiones recuerda (muy libremente esta afirmación que voy a lanzar, ojo) a La casa de Bernanda Alba, versión hebrea, pasa por ser uno de los exponentes de buena parte de la filmografía israelita, con unos cineastas prácticamente obsesionados por mostrar una sociedad llena de contradicciones, donde la familia y la religión siguen ocupando un espacio enorme junto con los colonos, los liberales de los barrios bohemios, los árabes o los judíos ultra-ortodoxos. Todos juntos, pero poco revueltos.