The Palace supone el regreso de Roman Polanski a uno de esos géneros extrañamente concurridos en su carrera, pues el cineasta polaco ha acudido en ocasiones contadas al mismo, entregando piezas que han derivado claves en su obra tales como El baile de los vampiros o, en menor medida, Callejón sin salida, así como obras que no han hallado la complicidad del público —donde podríamos encontrar esa ‹rara avis› en la que participó Marcello Mastroianni titulada ¿Qué?, o uno de esos caprichos del cineasta con la Piratas protagonizada por Walter Matthau—; y es que si por algo ha destacado la obra del autor de Repulsión, ha sido por su tendencia al retrato psicológico desde el que albergar las inquietudes en torno a una sociedad devoradora.
Lejos de dicha exploración genérica, encontramos no obstante una nueva mirada a esos estratos sociales que Polanski ha explorado a conveniencia, ya desde su ópera prima, El cuchillo en el agua, donde las susceptibilidades entre tres personajes de distinta condición se desataban a bordo de un barco, y obteniendo un reflejo acerado en la maltrecha psicología de sus personajes, dando lugar a algunas de sus piezas más representativas y enfermizas como podrían ser Repulsión o El quimérico inquilino, donde la posición de los mismos exponía esa deriva hacia el cine de género desde la proyección de psiques rotas. De un modo u otro, el contexto se ha mostrado particularmente influyente en la obra del cineasta, incluso en esas citadas aportaciones que tendían más a lo cómico como podrían ser Callejón sin salida o ¿Qué?.
Por ello quizá sea del todo conveniente volver sobre los pasos de una de las adaptaciones más personales realizadas por Polanski hasta la fecha, donde con la colaboración de un habitual suyo, Gérard Brach, y el traductor literario británico John Brownjohn —que más adelante volvería a trabajar en cintas como Lunas de hiel o La novena puerta—, daba forma a una de las novelas más conocidas del novelista Thomas Hardy en Tess. Afrontaba así el cineasta uno de sus contados acercamientos a lo que podríamos denominar drama de época, pero siempre bajo ese revestimiento tan particular que aplicaba a través de la modulación de un terreno dramático que, sin devenir necesariamente en aquel terror psicológico al que se adscribía en algunos de sus films más célebres, perfilaba un mosaico las veces asfixiante sobre el que ir cincelando una de esas psiques fragmentadas tan habituales del ideario “polanskiano”.
Tess arranca con una secuencia que a la postre será percutora de la deriva que tomará el periplo de la protagonista, interpretada por una casi primeriza —su presencia se contaba en apenas cuatro largometrajes— Nastassja Kinski, donde el padre de familia de los Durbeyfield descubrirá formar parte de un linaje alejado de sus humildes orígenes del que, sin embargo, no ha quedado rastro alguno. «¡Cómo han caído los poderosos!» exclamará el pastor e historiador tras revelar al patriarca familiar que no hay absolutamente nada de aquello que un día fue el esplendoroso clan de los d’Urberville: ni tierras, ni propiedades… sólo un mausoleo donde yacen los restos de sus últimos miembros. Con este conciso inicio, Polanski no sólo esgrime un motivo que cambiará el rumbo de Tess, sino también construye en apenas minutos un pequeño cuento moral que se erige como particular espejo del carácter efímero que tomará cada pasaje en el que Tess parezca ver su precaria situación revertida.
Polanski establece desde un buen inicio las relaciones de dominancia y poder que rodearán la senda trazada por la protagonista en esa secuencia donde Tess recibe, pese a rechazarla en primera instancia, en su boca una fresa por parte de Alec d’Urberville, el presunto heredero de lo poco que queda del linaje descubierto por el padre de la protagonista. Un legado que pronto se descubrirá falso al haber sido adquirido el título por la madre del personaje interpretado por Leigh Lawson, e iniciando así un juego de apariencias que no pervivirá sólo en las dudosas intenciones de dicho individuo, sino además se deslizará sobre los distintos personajes de linaje real que irán apareciendo en el camino de Tess sin necesidad siquiera de mentir, simplemente aplicando esa vis manipuladora y viciada que se cierne sobre ella.
Cada gesto, de hecho, tomará un relieve desde el que comprender como ese mundo que rodea a Tess la atenaza y, lejos del resentimiento y el pesar por un pasado que casi tomó forzosamente, atormenta su figura. Basta con atisbar la reacción de Angel tras la confesión realizada por Tess, azuzando el fuego y caminando con pesar en mitad de la negra noche, para vislumbrar cómo las bisagras de una clase acomodada la angustian por el mero hecho de tener que guardar las formas, de no poder acatar una imagen sucedida única y exclusivamente en un ámbito donde el poder puede llegar a proveer cuantas ventajas sean necesarias.
El film se nutre de una narrativa clásica donde el cineasta huye de cualquier tipo de subrayado o adulteración: de hecho, una de sus grandes virtudes, si bien la construcción del encuadre dispone por momentos una jerarquía ya implícita —como en esa escena donde Tess queda a la sombra de Angel tras confesar su pequeño secreto—, es la mirada límpida, que huye de juicios y no concede valores, que otorga el realizador a su obra; y es que si bien Tess está preñada por una injusticia tácita, el autor de Chinatown no se recrea en el tortuoso periplo de la protagonista, llegando a modificar incluso el punto de vista en algún pasaje de la obra. Algo que tampoco se antoja necesario, en especial cuando Polanski consigue que el sonido ambiente, desde el incesante zumbido de esas máquinas bajo cuyo yugo trabaja Tess, retrate un ambiente destemplado e inclemente sin necesidad de que ninguna estampa nos guíe hacia esa sensación. En ese aspecto, se antoja clave también el empleo de una banda sonora medida que apenas obtiene protagonismo y que huye de un énfasis dramático innecesario.
Mención aparte merece la interpretación de una jovencísima Nastassja Kinski que, además de revelar en su rostro un fatigoso y duro camino, consigue afianzar esa distancia de clases manejando distintos registros y modulando su personaje con una personalidad digna de elogio. Con todo ello, Tess se vislumbra como una de las obras magnas de Polanski, pues si bien no alcanza la excepcional fuerza de alguna de sus cumbres, domina a la perfección la expresividad del relato en cada inciso —esa reveladora y elocuente mancha en el techo—, siendo capaz de retratar con brillantez aquello que se termina constituyendo como un estado, y que encuentra en cada marca y cada cicatriz (indivisibles a ojos del espectador, pero profundamente acentuadas en la mirada de Tess) el vigor de un relato cuyo abismo termina siendo tan veraz como desolador.
Larga vida a la nueva carne.