El número de obras cinematográficas (y literarias) dedicadas a las vivencias de personalidades destacadas (por cuestiones artísticas, políticas, científicas o activistas) es inmenso. A día de hoy, podríamos reunir una colección de tópicos secretamente aceptados como “rasgos imprescindibles” en cualquier pieza artística de este tipo. Desde el autor de obras de arte condenado a la incomprensión de su propia época hasta el “cascarrabias” intransigente y visceral que esconde una profunda sensibilidad artística, pasando por el manido receptor de inspiración artística femenina, clásico caso de la musa, habitualmente asociado a una historia de amor malsana y posesiva. Podemos encontrar unos cuantos de ellos en la película que nos ocupa, Rodin, nuevo trabajo del reputado director Jacques Doillon, respaldado por la sólida interpretación del no menos aclamado Vincent Lindon. En ella, el autor de Mis escenas de lucha nos habla del escultor Auguste Rodin, a quien a finales del siglo XIX se le encargara un grupo escultórico que, posteriormente, sería conocido como La puerta del infierno. Fue su primer encargo estatal y también su primera co-creación con Camille Claudel.
Doillon se propone construir un relato sensorial, de ahí su especial atención a aspectos técnicos como la fotografía y el sonido, el primero con un claro predominio del blanco en todos los encuadres y el segundo con una evidente predilección por los silencios, casi siempre acompañados por los ecos lejanos de actividades ajenas. Pero en realidad, no se trata únicamente de una cuestión estética. Porque lo sensorial forma parte del propio relato: lo percibimos en la relación que el director establece entre el tacto de los dedos de Rodin al esculpir sus obras y el contacto de su piel con la de Camille. Los dos amantes se abrazan entre las sábanas, manifiestan su amor en un cuerpo a cuerpo que sugiere una suerte de creación artística, tan apasionada como las esculturas del artista. Como si una actividad estimulara la otra, quedando finalmente olvidado cuál de los dos es el auténtico objetivo. El Auguste Rodin que nos presenta Doillon es un personaje obsesionado (como él mismo confiesa) con la sinceridad, hecho que se traduce en un constante empeño por la absorción de estímulos “reales”, ya sea mediante los actos carnales mencionados o el palpo de los rugosos pliegues de un anciano árbol.
El problema está en que todo lo mencionado queda en un segundo plano frente al interés que muestra Doillon por los aspectos más “telenovelescos” de su historia. De hecho, casi parece que el director se haya propuesto ejecutar la lista de tópicos comentada unas líneas más arriba. Porque, a decir verdad, no hay absolutamente nada en toda la película que no responda a alguno de ellos. Todo aspecto interesante que pudiera sustraerse de la lectura que nos ofrece queda comprendido en los diez minutos iniciales. Lo que sigue, no es más que un conglomerado de conflictos reconocibles en cualquier culebrón: riñas de pareja, infidelidades, aventuras poli-amorosas prohibidas, llanto por el abandono del ser amado… Y finalmente, la cuidada puesta en escena de la película, sus elaborados planos secuencia y su medida planificación no hacen más que convertir Rodin en una obra absolutamente plástica. Más que el retrato de la vida de una persona real, Rodin parece el ejercicio de un director que ha escogido a un personaje aleatorio para reunir una serie de tópicos que podrían haberse usado en cualquier otro contexto.