La premisa de la que parte Ritual: A Psychomagic Story es, nada más y nada menos, glorificar la figura de Alejandro Jodorowsky como artista y creador total. Para ello, más que por capricho, es imprescindible bucear previamente por la vasta red de conexiones empíricas de las que ha hecho gala el chileno a lo largo de su labor en el cultivo de las más variadas áreas de trabajo. Podríamos hablar de él dentro de sus muchas facetas –director, guionista, novelista, pintor, dibujante, psicoterapeuta y otras vertientes del saber de extraña conexión mutua-, pero los directores Luca Immesi y Giulia Brazzale se centran, valga la redundancia de su título, en la exploración de la psicomagia, el universo más críptico y desconcertante del controvertido autor octogenario. Más concretamente, en los procesos de palabra y pensamiento que le han llevado a articular las bases de sus alambicadas teorías.
Asegura el propio Jodorowsky, maestro del lenguaje figurativo y la retórica alegórica, que su última obra, La danza de la realidad –inspiración libre de esta producción italiana-, es un ejercicio de autobiografía imaginaria pero no por ello ficticia. Su actitud se expande a la constante necesidad de ampliar los límites de la imaginación para lograr un fin de potencial transformador en el sentido vital de uno mismo. Lo que hacen los realizadores en este film es dar rienda suelta a la interpretación de estos valores y perpetrar un ejercicio de ensoñación onírica de vampirismo irracional, asumiendo las constantes gnoseológicas de su autor a lo largo de, principalmente, su trayectoria como cineasta: factura impecable, experiencia visual más sensitiva que narrativa, espíritu transgresor y experimental, vocación de voyeurismo condicionado por la experiencia en la represión. Por la imagen se resbala algo que huele a prohibido, que sueña con la independencia sobre lo obvio, que categoriza a la abstracción.
El sexo, la muerte y la locura caminan, entre partes definitorias, como un todo unido e indivisible en una visión momificada de criaturas deshumanizadas por el tormento y el desconcierto. La opaca labor de fotografía resalta y subraya la percepción de estar asistiendo a una pesadilla, a una ocurrencia malévola o al sueño húmedo de un psicópata. El universo tangible se desmenuza para dar paso a la independencia de lo onírico, donde las reglas que se rigen están motivadas por los impulsos y los espasmos hacia un deseo canceroso. Desmesura y exorbitado formalismo lucha, como fuerza de choque y contrachoque, frente a un lenguaje de acercamiento ocurrente al devenir más nuclear de nuestra irracionalidad, portal de la más libre depravación y la más esclavizada represión instintiva. Si se acepta el juego y uno se deja llevar por aquello que trasciende el mero entretenimiento, otros niveles de conciencia emergen bajo la superficie de la gelidez expositiva, al servicio de una extensión ilusoria de uno mismo.
Cine experiencia más que espectáculo, que trasciende su mera coartada audiovisual para pergeñar una terapéutica visualización de una racionalidad caduca y encorsetada. También influye, en las hechuras de su discurso, la rebelde radicalidad de la que parte la obra de su galante figura: expandir los límites de nuestras creencias condicionadas o derrumbarlas por completo. Cada cual, como le venga en gana o como mejor lo valore. Atendiendo al valor artístico de la película, su mayor baza reside en elevarse por sí sola a la categoría de concepto, individualizando su significado a un sentir de purificación pero también de metástasis. Los no conversos y los escépticos pueden llegar a percibirla como fascinante. Los enclaustrados y los racionales, insoportable. Como diría el propio Jodorowsky, la libertad es el camino que te lleva al centro de tu propio ser. Alabemos sus sabias y certeras palabras.