Rithy Panh se eleva como uno de los mejores documentalistas de nuestros tiempos, digno heredero de nombres tan importantes para el género como Robert J. Flaherty o Eduardo Coutinho. Su cine se encuentra fuertemente influenciado por sus experiencias personales, siempre en el campo de la memoria histórica, siendo uno de sus propósitos ofrecer un fiel testimonio de los efectos y consecuencias del genocidio llevado a cabo en Camboya por los Jemeres Rojos liderados por el siniestro Pol Pot.
El propio Panh sufrió en sus carnes las atrocidades perpetradas por el régimen comunista, obligado a ser internado, siendo un adolescente, en un centro de educación mientras su familia era aniquilada por los Jemeres. Aún adolescente el huérfano Panh fue expatriado a Francia, donde se inició en los estudios de cine. Esta traumática experiencia ha sido reflejada, de forma consciente o inconsciente, fundamentalmente en una serie de documentales que muestran las secuelas presentes y futuras del exterminio camboyano.
Es un hecho claro que Panh es un especialista en el campo del documental, pues sus pequeños desvíos hacia las lindes de la narrativa de ficción no han sido tan atinados —con la excepción de La gente del arrozal, cinta edificada con los mimbres del cine hiperrealista— como sí lo son sus obras documentales. Este es un punto común con otros afamados documentalistas, como es el caso de Patricio Guzmán, nombre con el que Panh comparte no sólo adscripción al género, sino que igualmente esa obsesión por evitar que caigan en el olvido las barbaridades padecidas por sus países en tiempos pasados.
Uno de los primeros trabajos de prestigio de Panh fue La tierra de las almas errantes, obra filmada a lo largo del año 1999 y estrenada un año después en tierras francesas. La cinta arranca a partir del hito que supuso la llegada de la empresa, por aquel entonces francesa, Alcatel a Camboya con el propósito de instalar en el país un cable de fibra óptica con el que proveer internet a una población sumida aún en el mundo rural.
Esta premisa sirvió a Panh para trasladarse a su Camboya natal con el fin de plasmar los trabajos desempeñados por todo un ejército de trabajadores que vieron en la presencia de la multinacional una oportunidad para ganarse la vida trabajando de sol a sol cavando, azada en mano, una inmensa zanja que atravesaba toda la nación.
En este sentido, la cámara del autor de La imagen perdida se convertirá en una especie de fantasma cuya presencia parece no ser percibida por los protagonistas, mostrándose contundente, preciosista y poderosa, pero sin ningún tipo de ornamentos ni florituras. Ello convierte La tierra de las almas errantes en un documental extraño, que más parece una película de ficción que sigue los pasos de una serie de pintorescos personajes que una cinta que documenta la vida real de estas personas.
Y este es uno de los puntos que más me fascina de la película. La ausencia de contaminaciones efectistas propias del género —como es la ausencia de narradores omniscientes o la incomparecencia de periodistas o miembros del equipo en las escenas radiografiadas—, dejando que sean los propios personajes quienes hagan fluir la narración a través de sus vivencias y experiencias.
Así, seremos testigos del incansable trabajo, en condiciones de semi-esclavitud, al que serán sometidos los ciudadanos desplazados desde las zonas rurales para cavar la zanja, siendo la escenificación de la excavación del hoyo por un ejército de trabajadores una especie de transición conceptual que dará paso a secuencias más intimistas de conversaciones dispares entre los diferentes empleados camboyanos.
Igualmente, Panh construirá una especie de metáfora, ligando la excavación de la inerte tierra con las muertes y ejecuciones sufridas por una población cuyos huesos descansan enterrados en la infértil arcilla, si bien a diferencia de trabajos posteriores no será la memoria histórica el principal elemento cosechado por el cineasta camboyano.
Pues este elemento se centrará más en exponer las condiciones miserables y de extrema pobreza a los que se enfrentarán los trabajadores, malviviendo de la caridad de los vecinos de los pueblos que atraviesa la fibra óptica, siendo explotados sin ningún tipo de contemplación por empresarios y capataces que rapiñan los metros construidos para evitar tener que pagar sobresueldos o destapando la existencia de trabajo infantil consentido por unos padres que sobreviven como pueden en unas condiciones infrahumanas.
La cinta refleja muy bien, en este sentido, la dicotomía existente entre progreso y tradición. Un progreso que se potencia en base a la explotación laboral de una serie de analfabetos originarios del entorno rural, que no disponen de ningún tipo de ayuda gubernamental para tratar de salvar su miseria existencial, proporcionando así pingües beneficios a las empresas inmiscuidas en el proyecto de construcción de la zanja. Unos infatigables currantes que cumplen sin rechistar las órdenes, aún estando lisiados, enfermos o con las manos ensangrentadas de callos. Unas víctimas de la dictadura de Pol Pot, que fomentó el trabajo rural frente a la educación urbana, despojando de cualquier tipo de arma de confrontación intelectual a una población que ahora sufre las consecuencias de esta política enloquecida. Unas almas a las que no les queda más remedio que prostituirse, endeudarse o rezar a los dioses budistas para sobrevivir en este mundo terrenal en condiciones de mera subsistencia.
Ciertamente memorables se observan las escenas cotidianas captadas por Panh que presentan a esa madre que lucha por sacar adelante a sus hijos con resignación y sin oponer ningún tipo de resistencia a las cacicadas padecidas por su marido. O esos dos trabajadores que conversan ilusionados sobre las posibilidades de modernización y progreso que traerá la fibra óptica, acortando el tiempo de comunicación a un simple clic de ordenador, a pesar de que las viviendas de la mayoría de la población camboyana, sitas en los pequeños núcleos rurales por donde transita la zanja, no disponen de acceso a la red eléctrica. O esos niños que perforan la tierra con sus débiles brazos, jugando con primitivos artilugios y sonriendo a la vida a pesar de que no ha entrado un gramo de alimento en sus pancitas en todo el día.
Todo esto convierte La tierra de las almas errantes en un trabajo descomunal de un Rithy Panh reconvertido en juglar del pueblo. Un autor que no toma partido, ni introduce mensajes maniqueos. Un cineasta que no busca venganza ni revanchas de ningún tipo, a pesar de haber padecido el martirio en sus propias carnes. Alguien al que le interesa reflejar la realidad tal como se muestra, sin engaños ni giros interesados. Para dar fe de la existencia de una Camboya abandonada a su suerte, miserable y empobrecida, aunque más digna que muchos de los ‹yuppies› que se enriquecen a su costa, en lucha constante contra sus demonios y con ganas de abrirse a la modernidad y a un mundo globalizado. Algo complicado cuando la inmensa mayoría de su población no tiene donde caerse muerto, mendigando trabajos inhumanos para poder mantener a toda una prole de pequeños hambrientos y resignada, sin signos de rebeldía, ante unos poderosos que se aprovechan del carácter sumiso y obediente de quien tiene miedo a morir de inanición.
Todo modo de amor al cine.