Que Rithy Panh es uno de los mejores documentalistas de la actualidad es algo difícil de poner en duda. Autor de títulos como S21: La máquina roja de matar o la recientemente estrenada La imagen perdida, que le han reportado no pocos galardones, el camboyano ha sido capaz de realizar tanto un reflejo acerca de las atrocidades cometidas contra su pueblo como de explorar las causas y consecuencias de los terribles genocidios acontecidos en su país natal. No obstante, ese éxito que ha tenido en no pocas ocasiones enarbolando el documental como bandera ha dejado en segundo plano el gran trabajo de Panh como cronista de la realidad de su país en títulos de ficción, hecho que ya ha ocurrido con otros cineastas cuya faceta como documentalistas eclipsaba cualquier aportación en otro terreno, pero que en el caso del cineasta asiático se muestra más patente que en ningún otro.
Desde inicios de su carrera, pues, Panh ha ido complementando sus trabajos en el campo del documental con otros ficcionados que no acusan la enorme capacidad del camboyano moviéndose en el terreno que más alegrías le ha dado, ya que prácticamente sus incursiones en ese ámbito se podría decir que complementan el trabajo realizado en títulos como los anteriormente citados. Para percatarse de ello, sólo es necesario acudir a obras como su magnífico debut con La gente del arrozal, o la no menos loable Un soir après la guerre (que traducido vendría a significar algo así como ‘Una noche después de la guerra’), siendo esta última la cinta que nos ocupa y ambas un reflejo de la condición de un país que ha ido intentando recomponerse con el paso del tiempo tras algunas de las peores masacres de la historia de la humanidad.
Precisamente los últimos coletazos del régimen de Pol Pot sirven como punto de partida a Panh para llevarnos a la historia de Savannah, un joven soldado que regresará a Nom Pen justo con el inicio de una nueva era en la capital camboyana. Allí se reencontrará con su tío, única familia que le queda después de todo lo acontecido, y se refugiará en su casa hasta que conozca a una chica de compañía, Poeuv, que llamará poderosamente su atención hasta el punto de desoir los consejos de Maly, un amigo que le ha invitado al lugar donde precisamente la conocerá. A partir de ese instante, se iniciará una inestable relación (en primer lugar, sin parecer consensuada, y más tarde debilitada tanto por el trabajo que ella desempeña y no convence a Savannah, como por la pobreza que asola sus vidas) que prácticamente les servirá como sustento para intentar avanzar en una ciudad donde el pasado imposibilita cualquier posibilidad de que un futuro pueda ser mejor.
Panh realiza una meticulosa descripción del entorno, y desde testimonios que siguen aun con el aliento de ese pasado tras sus espaldas, hasta unas condiciones que van reafirmando poco a poco que Nom Pen es ahora una ciudad nueva pero aun queda un largo camino hasta la recuperación, van abriendo las raices de un relato donde el dinero y el poder son necesaraios para continuar adelante. Ante la falta de ambos, Savannah iniciará un empleo como boxeador mientras Poeuv continúa atada a sus dueños, sin posibilidad alguna de escape debido a la deuda que mantiene con ellos. Ese hecho será uno de los grandes condicionantes tanto como del voluble vínculo que sostienen, solo mantenido debido al amor que se profesan, como del destino de ambos en un lugar donde parece que el último paso para terminar con esa pobreza es delinquir.
Como ya sucedía en La gente del arrozal, el austero trabajo del cineasta en su faceta visual, que complementa con sencillez ese relato y lo sostiene con naturalidad, no hace sino otorgar un plus a un drama que nunca pierde el rumbo ni se dirige hacía terrenos pantanosos: porque a Panh le interesa mucho más incidir en ese retrato sobre una recuperación que más bien parece ficticia, y como no en la historia de esos dos jóvenes que sostiene únicamente aquello que el dinero no puede comprar, los sentimientos. Esa austeridad con que el autor de La imagen perdida encuadra su film no supone un desaprovechamiento de algunas de las magníficas estampas que deja el paisaje que podemos encontrar en el país asiático, y que incluso está en consonancia con una banda sonora que la mayoría del tiempo se muestra sutil, y acompaña la narración sin enfatizar en aspectos que Panh sabe perfectamente como resaltar en otros ámbitos.
Un soir après la guerre es el ejemplo perfecto de porque el cine del camboyano requiere un complemento ficcionado. La sensibilidad y sobriedad de su trabajo confieren a este otro plano —en una realidad que configura con el suficiente temple— la capacidad de brindar una vena dramática que no se escurre en baldios intentos por demostrar hasta donde pueden llegar las consecuencias de lo padecido en Camboya durante las décadas de los 70 y 80, sino más bien indagan en aquello más difícil de encontrar en una realidad documental sin parecer que las tornas se giran o se pervierten: el cómo la propia sensibilidad del ser humano sirve para sostener situaciones que, paradójicamente, él mismo ha generado. En definitiva, un testigo vital y humano de lo que hemos sido, somos y seremos.
Larga vida a la nueva carne.