En el lapso de tiempo que va desde el pacto Ribbentropp-Mólotov entre la Alemania nazi y la URSS de Stalin hasta el inicio de la Operación Barbarroja por parte de las tropas de Hitler, multitud de naciones quedaron a merced de uno y otro bando. Una de ellas fue Estonia, cuyo carácter nacional, que había conseguido mantener con dificultades durante los años 20 y 30, fue aniquilado de golpe y porrazo por el régimen estalinista. La inestabilidad política que vivió el país, el más cercano a Rusia de los tres bálticos, no fue sino la punta de lanza de algo mucho más grande: en junio de 1941, miles de personas fueron expulsadas de sus hogares y de su territorio por las autoridades soviéticas, siendo trasladadas a la fría Siberia para realizar diversos trabajos. El objetivo de esta maniobra no era otro que purgar la población nativa de los países bálticos para evitar las revueltas y la oposición a Moscú que desde estas naciones se venían produciendo desde hacía dos años.
Para contar esta barbarie, una de las muchas que el gobierno de Stalin perpetró durante estos años (y que quedaron olvidadas por las aún más horrorosas fechorías de Hitler), el cineasta estonio Martti Helde ha dirigido Risttuules (In the Crosswind), un drama que recorre el exilio siberiano de la madre y esposa Erna a través de las cartas que esta mujer le escribió a su marido narrándole los pormenores de sus vivencias. Pero lo verdaderamente sorprendente se encuentra en la forma de contarlo; Helde dispone que su reparto al completo se quede paralizado mientras la cámara recorre el escenario. El sonido de fondo se mantiene intacto, con todos los ruidos naturales, artificiales y algún que otro diálogo. Pero los personajes que vemos en pantalla están plenamente inanimados, sin pestañear, gesticular o mover una sola articulación.
Se trata de una técnica tan sencilla como efectiva. Gracias a esta parálisis, Helde es capaz de transmitir la tortura física y moral de las víctimas de una forma directa y poética, que casa a la perfección, aunque suene paradójico, con la belleza de esos planos en blanco y negro que recorren varios pasajes de unas vidas condenadas a sufrir sin razón. No hace falta decir que la única voz que escucharemos en pantalla durante la mayor parte del metraje será la propia Erna, que irá narrando tanto los episodios más violentos de este exilio forzado como algunas pequeñas alegrías que siempre se encuentran incluso en los momentos de mayor decadencia.
Pero el director tampoco permite ser víctima de su propia idea. Cuando la situación concreta lo requiere, Helde no tiene problema en darle al pulsar el play en el mando actoral para que el movimiento vuelva a lucir en pantalla. Risttuules, en ese sentido, tampoco es una película que asfixie al espectador. Por mucho que se eche de menos algo más de veneno en situaciones concretas, Helde prefiere sacrificar el contexto para permanecer fiel a esta triste hermosura que denotan todos y cada uno de sus fotogramas.
El resultado, como no podría ser de otra manera, es excelso. Risttuules demuestra que existe otra vía para contar estos horrorosos episodios de terrorismo gubernamental sin necesidad de sacrificar aspectos del guión o sus propios protagonistas (¿acaso alguien puede terminar impertérrito ante el personaje de Erna?), consiguiendo de igual manera toda una master class en el arte de la puesta en escena. Los estonios (y, por extensión, todas las nacionalidades que sufrieron similar opresión) seguramente puedan estar orgullosos de cómo uno de los suyos ha impartido justicia cinematográfica para recordar a aquellas víctimas, muchas de ellas niños y niñas, que fueron desposeídas de una vida que no debería haber pertenecido a nadie más que a ellos.