Padre e hijo aparecen en una antigua grabación de vídeo doméstico años atrás, separados en la composición por la ruptura que provoca el tronco de un árbol. Ahora los mismos protagonistas de esas imágenes vuelven a entrar en el mismo plano, sentados ante una mesa en el exterior de una casa, con una ruptura todavía mayor producida por la silueta que genera una columna en el punto de vista que utiliza la cámara del director Ilan Serruya. Reunión es el título de su película y el nombre de la isla al este de Madagascar donde se escenifica el reencuentro. A través de la observación de sus sujetos, Serruya intenta explorar la idea de distancia construida entre ellos —un concepto de distancia que tiene que ver más con lo emocional y lo simbólico— y su representación a través del espacio y del tiempo como recursos cinematográficos. Una captura de una ausencia mediante el fuera de campo y la elipsis que contiene a la vez sus propias presencias delante y detrás del objetivo. Tiempos muertos, instantes de tránsito y comidas repletos de silencios y de vacío apenas rotos por la imperiosa necesidad de llenar el ambiente con palabras en ocasiones puntuales.
Cambia el plano entre fundidos a negro que marcan las pausas elípticas y el transcurrir del tiempo queda desdibujado en el espectador. Cada vez que observamos de nuevo a padre e hijo juntos compartiendo un lugar pueden haber ocurrido muchas cosas entre ellos o la nada más absoluta. Pero en ocasiones el retrato del mismo espacio que comparten aparece sin ellos, dejando un rastro espectral de su relación con el mismo en la cocina, la piscina u otros rincones de la casa. Según avanza esta reunión queda claro que la selección de metraje se basa formalmente en una aproximación periférica del tema que estudia la obra, abordando así esa ausencia de un padre en la vida de su hijo, sus incuantificables lapsos de incomunicación y una separación de escala aparentemente insalvable que surge de cada encuadre que comparten. Las fugas visuales al paisaje en los trayectos que recorren sugiere también un estado emocional proyectado desde el interior de ellos. Una catarata, un bosque, una montaña y toda la orografía volcánica configuran una perspectiva desoladora desde la panorámica que a ras de suelo puede estar rebosante de vida y luz ocultas, con sus detalles que pasan borrosos a gran velocidad desde la carretera. De nuevo esa idea recurrente del paso del tiempo y la ausencia de propósito en su experiencia atrapa la cinta en diversos momentos.
Las dos sillas y la mesa del comienzo sirven a modo de eje para una estructura narrativa que se descubre que posee cierta circularidad en su reiteración, apoyándose para ello en la evasión sistemática de un conflicto que rehuye a sus mismos implicados y también a nosotros. ¿Qué ha ocurrido exactamente entre ellos? ¿Por qué se han juntado de nuevo y con qué excusa? ¿Es la creación de sus imágenes lo que da sentido al acercamiento o lo que sencillamente lo permite a través de la mediatización necesaria que les provee? El espacio conocido cambia la orientación del plano que lo describe en múltiples ocasiones. A simple vista es todo lo que se transforma con cada nueva iteración dada la imposibilidad de acceder a la psicología de estas personas, lo que proporciona simultáneamente un mayor nivel de naturalismo y autenticidad a la mirada del director. Una mirada que se orienta hacia una situación que intenta expresar con la mayor transparencia posible —desde los márgenes, desde la conciencia de estar observándose y siendo observado—, pero también que sirve para escudriñar minuciosamente en su propio interior la verdadera dimensión y las repercusiones personales del experimento audiovisual sin que parezca afectar al resultado final.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.