Los cuentos de hadas también asustan.
A veces es necesario acusarnos de una gran falta de empatía ante la paternidad a aquellos que no hemos pasado todavía por ello. Vemos padres negándose a vacunar a sus hijos, otros impidiendo su ingesta de cualquier producto que venga de un animal, unos cuantos enseñando a quien no sabe ni tenerse en pie a posar delante de un móvil, todos dispuestos a jerarquizar hasta el fin de los días (o la independencia de aquel que ya dejó de ser niño) el espacio que sus hijos deben ocupar en la sociedad, diga lo que diga esa muchedumbre que piensa diferente, sean padres o no. Y como la empatía no siempre es nuestro fuerte, lo diagnosticamos rápido: están todos chalados, el mundo no se puede minimizar antes de haberlo vivido. «Si yo fuera madre…»
Pero es que la sociedad es grande, poderosa, gritona y ofuscada, y formar parte de ella es demasiado asfixiante para muchas personas. Estas personas pueden ser padres, y dar la espalda a una mayoría es fácil, difícil o el estilo perfecto con el que bordear el conflicto sin sentir cómo la vida te salpica por ello. La sobreprotección es un mal común generado por un exceso de amor.
Resin sigue la estrategia del caparazón, y nos doblega con una inquietante belleza que nos entristece hasta derrumbarnos completamente. El terror conceptual es siempre el más agobiante que existe, ese que aparece cuando no hay un ente que ataque entre las sombras, ese que simplemente necesita de la luz del día y el errático comportamiento humano que se dispersa de lo que concebimos como realidad. Ese que nos hace sentir culpable de nuestros actos o de los que vemos en pantalla. Cuando lo infame se descubre como una posibilidad que no queríamos imaginar y nos horroriza por alejarse de lo que estimamos como aceptable. Y más fuerte nos golpea si consideramos que aparecen en esta ecuación padres.
Solo habría que perderse un poco en la literatura nórdica hasta ser conscientes de su capacidad para llevarnos de la mano al epicentro de la maldad humana, esa que no se trabaja con malas intenciones, simplemente es capaz de mostrar el día a día desde un ángulo tremendamente perturbador. Así nos encontramos a unos padres cercanos a lo perdido y lo siniestro, que simplemente abogan por la lejanía de la muchedumbre, por educar a su hija bajo sus propias normas, unas semejantes a lo que la naturaleza parece proveer. Durante largo rato la película se centra en demostrar la unión casi perfecta de esos seres tan lejanos de lo normativo, fieles a lo que les ofrece la espesa burbuja que han creado para protegerse. Hay un límite difuso entre lo bucólico del aprendizaje vital que conlleva la tierra y todo lo que la rodea, y la fealdad de aquello que no fluye bajo ninguna normativa realista, siempre llevado con un tono pausado y atemporal, acercándonos a la inexistente inocencia de una joven creada para explorar y aún así limitada por los miedos paternos. La ironía de quien enseña valentía y se acobarda ante los que le preguntan cómo ser valiente.
Pese a la gran cantidad de historias que crecen de espaldas a una sociedad, esta en particular está abocada al fracaso en su idea de soledad por la debilidad del hombre. Con cierta delicadeza, la humanidad va aflorando en los límites territoriales de la familia, pero es un abrupto desenlace el que degenera la historia hasta el verdadero horror. No es una cuestión de niños salvajes, de lecciones sobre lo mal que gestionamos las relaciones o de chiflados gritando en favor de la soledad. Es una cuestión de miedo a que la opinión de una mayoría rompa un idilio enfermizo. La mente se degenera, los errores se acumulan y cuando la vuelta atrás ya es un concepto inexistente, todo lo turbio comienza a girar muy muy rápido y el desastre vuelve a hilarse con lo bucólico, con lo feo, redondeando los últimos compases de Resin más allá de lo esperanzador, que en realidad es una patraña, y olvidando la lección que podamos silbar los no-padres, porque han superado cualquier conducta cercana a la moral, para que la pesadez del mundo se vuelva a colocar sobre nuestros hombros en mitad de la frondosidad de algún lugar perdido en Dinamarca.
Palabras escasas, tristeza acumulativa, el don de lo inoportuno. Pequeños detalles que matizan diferencias entre la aberración y un pequeño bocado cinéfilo, que te atrapa como esa resina pegajosa de la que, pasados miles de años, uno jamás podrá escapar.