Comentábamos no hace mucho con Rubén Collazos, asaz director, redactor y fundador de Cine Maldito, el proceso involutivo que había sufrido el cine negro (no el ‹noir›, sino el cine de reivindicación de lo afroamericano realizado por ellos mismos) desde los prometedores 90 con gente como John Singleton o Spike Lee hasta nuestros días, donde se ha caído en una suerte de domesticación de este. Películas que más allá de algún apunte interesante de, por ejemplo, Barry Jenkins, se han convertido en puro material didáctico pasado por el tamiz académico hollywoodiense. En definitiva, películas que bajo una apariencia reivindicativa acaban por ser meros vehículos comerciales, caza premios y finalmente inofensivos.
De alguna manera estamos hablando de un cine que se ha gentrificado, que ha adoptado apariencias de modernidad combativa y progresismo bien pensante pero que, en el camino, se han dejado aquello que las hacía valiosas: la pureza de las raíces, del carácter cultural que las hacía únicas. De alguna manera, aunque trasladado a las vivencias de barrio, Merawi Gerima se hace eco de todo ello en Residue mostrando una vuelta a los orígenes de un director de cine donde se encontrará con un mundo sepultado por las apariencias por esa gentrificación que en nombre del bienestar destruye la esencia del lugar.
Más allá de esta denuncia lo verdaderamente interesante en Residue está en que la contraposición no se hace en base a una glorificación nostálgica del pasado sino más bien en la exposición de que, por más que se quiera ocultar la naturaleza de un lugar y su gente, su esencia, sus problemas, su violencia, racismo y pobreza siguen ahí, latentes. Un conflicto personificado en su protagonista que, buscando su pasado, en rememorar vivencias con sus antiguos amigos del barrio, acaba por chocar con la hostilidad de algunos, la indiferencia de otros y el racismo del nuevo vecindario blanco.
Lejos de caer en ese cine que indicábamos al principio, plano en lo visual y propenso al drama fácil y al subrayado ramplón, nos encontramos ante una obra compleja y sutil, que hace del desarraigo una valiosa herramienta visual. Así estamos ante un film de desenfoques, de fragmentación y de cierta abstracción temática. Un intento loable, aunque no del todo exitoso, de inmersión tanto en la mente como en el corazón de su protagonista. Quizás su propia concepción llevada al extremo produce momentos de desconexión, aunque una vez entramos en el juego el resultado más que satisfactorio.
Así pues, estamos ante propuesta que debe ser muy tenida en cuenta en cuanto abre caminos a base de riesgo y de exploración formal. Una idea que aúna subtexto, concepción visual, reivindicación y aires de metarreferencialidad tanto en lo que respecta a lo cinematográfico como a su traslación a la vida real. Una denuncia muy efectiva (o precisamente) por su voluntad de autocrítica, de no rehusar bajar al barro de lo desagradable y de no caer en una falsa victimización. Tan sutil como desafiante, tan impactante por lo que vemos como por lo que se sugiere. Sí, quizás este el camino a seguir.