Simon es un quinceañero que practica surf de madrugada con otros dos amigos. Al regresar de la playa, la furgoneta tiene un accidente y el joven se queda en coma. En el hospital sus padres, divorciados, deciden si hacer caso a los médicos que lo atienden, para que pueda donar sus órganos vitales. Mientras, en otra ciudad, Claire padece por su corazón débil. Recibe la noticia de que puede recibir un transplante pronto, con alegría y miedo al mismo tiempo.
No sucede tan a menudo en el cine contemporáneo. Los primeros quince minutos de Reparar a los vivos componen una sucesión de secuencias con fuerza visual y ambiente sonoro capaces de contar una historia que podría terminar allí mismo, un cortometraje por sí solo. Aunque un fundido a negro permite continuar ese inicio con todo lo que ocurrirá después. En estas escenas, la directora depura la narración visual aportando todos los datos sin necesidad de apoyarse en diálogos, textos, explicaciones en off, ni en otros recursos externos, más allá de un chico que se despide de su novia y sale por la ventana del dormitorio. Recorre luego en bicicleta la ciudad vacía de madrugada, acompañado por un amigo que se une pedaleando a su trayecto. Un veinteañero espera a los dos en una furgoneta. Todavía no sabemos cuáles son sus intenciones, hasta que llegan a la costa y saltan con sus tablas de surf a surcar las olas. Todo transcurre con una sensación hipnótica, de sueño. Los encadenados, la ausencia de voces —salvo algún diálogo únicamente— y un efecto visual por medio de un fundido de la carretera convertida en una gran ola, obran el prodigio.
Tras la demostración de claridad expositiva propia del cine mudo, por mucho que se tienda a comparar este estilo con el publicitario en oros medios informativos. Después del arranque, la acción se sitúa en el hospital al que acuden los padres de Simon. El melodrama poético se torna entonces en otro social durante el que se observan los procedimientos del equipo de donación de órganos, algo a lo que también se acusa de marketing acerca de los donantes y su ejemplaridad, hechos ya narrados en la novela de Maylis de Kerangal, libro en el que se basa el guión. Por supuesto que la tendencia de la directora, también coguionista junto a Gilles Taurand, parece tan favorable al altruismo como la intención de la escritora. Pero no seamos tan cínicos ya que no nos están vendiendo refrescos burbujeantes ni teléfonos de último modelo. Si el film ayuda a informar un poco sobre la donación de órganos y la sanidad pública, no creo que sea tendencioso ni alienante. De hecho, la forma en que presenta al personal sanitario de la clínica no es la de héroes de una pieza, sino de personas comprometidas, al mismo tiempo que humanos dedicados a un trabajo de manera fría y eficiente, con tanta dosis de pasión como de distancia afectiva, para poder lidiar con la tragedia de los familiares afectados.
El tercer salto del film es hasta el melodrama puro, entre el amor y la familia, en la parte dedicada a Claire, la mujer madura que podría superar su enfermedad con un corazón donado. Aquí la acción se ralentiza a los compases de la relación de la madre con sus hijos, con una crítica al mayor, más responsable, que se desvive por ella sin esperar nada a cambio. Y el que lo recibe todo porque tiene el carácter casi frívolo de su madre. Es interesante el tratamiento a este personaje femenino, en principio desconcertante pero al menos dubitativo y creíble, aunque sea la más antipática del metraje, porque resalta más el valor del círculo vital que se cierra.
Lo más destacable de la película es la sencillez —aparente— en pantalla con la que se conectan los distintos episodios, porque se trata de un film formado por distintos capítulos, con las desigualdades de interés que suelen originarse en este tipo de cintas. Pero al final la estructura es unitaria, progresiva en la emoción que consigue del público gracias al trabajo de los actores, un auténtico reparto coral en el que destacan y son necesarios todos, desde los famosos Tahar Rahim, Emmanuelle Seigner y Anne Dorval. Los sólidos como Kool Shen o Bouli Lanners. Terminando por los emergentes Gabin Verdet y Finnegan Oldfield.
No se puede negar que en escenas determinadas como las conversaciones con los padres de Simon por parte del médico encargado de informarles sobre la donación, sean capaces de crear un nudo en la garganta. Tampoco que cuando llegan los créditos finales, sea complicado no soltar alguna lágrima. Pero en un mundo tan narcotizado por el chantaje emocional de los informativos, la telerrealidad y otros formatos tramposos para asaltar los sentimientos, es justo que Reparar a los vivos lo consiga con autenticidad y sentido cinematográfico en algunos pasajes.