La de Jean Grémillon sea quizás esa figura del cine francés que dio lo mejor de sí en los años treinta y cuarenta (estoy pensando en esa inolvidable generación de cineastas galos formada por Jean Renoir, Marcel Carné, René Clair, Julien Duvivier…) que aún ostenta cierto grado de malditismo y reconocimiento, al menos en España, en relación con sus compañeros de generación. Y este es un punto ciertamente llamativo, ya que Grémillon dirigió en los años treinta dos de las películas emblemáticas de aquella década de nuestro país, me refiero a La dolorosa y, junto a Luis Buñuel, ¡Centinela, alerta!, siendo pues conocido y demostrado el amor y la atracción que el autor francés sentía hacia las costumbres y gentes de su país vecino. Pero lo que resulta aún más chocante respecto a la escasa repercusión mediática que continúa exhibiendo el cine de este genio del séptimo arte en España es que suyas son dos de las mejores películas protagonizadas por la leyenda Jean Gabin: la hipnótica Cara de amor, película en la que el actor realiza una de sus mejores y más personales interpretaciones en el papel de un Don Juan venido a menos, atrapado en las redes de una femme no tan fatal como las del cine negro americano pero de efectos tan demoledores para la existencia como los generados por las malignas seductoras yankees, y la majestuosa Remorques, cinta que protagoniza la presente reseña y de la que por tanto daremos debida cuenta en las siguientes líneas.
¿Por qué afirmo que Remorques es una de las más singulares, magnéticas, entretenidas, profundas y por ende, mejores películas de la historia del cine francés? Existen varios motivos que aseveran esta declaración de amor por mi parte. El primero de ellos es sin duda su romanticismo humanista, hito presente en la mayor parte de las obras del director de El cielo os pertenece, pues la cinta atestigua de una forma muy simbólica casi imperceptible por el espectador las debilidades y virtudes que forman parte de la esencia humana de una manera muy natural y sencilla, siendo este un punto esencial para remarcar el grandioso resultado obtenido. A Grémillon no le interesa detenerse en retratar complejas interrelaciones humanas, muchas veces pintadas por su barroquismo bajo un trazo impostado, sino que le basta observar como estas relaciones van fluyendo bajo el manto propio de los instintos legítimos de sus personajes, siendo estos unos protagonistas de marcados perfiles antagónicos que ayudan a plasmar pequeñas escenas cotidianas que absorben todos y cada uno de los posibles encontronazos que podemos hallar a lo largo de nuestra vida en situaciones muy diversas entre sí. De este modo, el amor, los deseos prohibidos, la codicia, las traiciones, las obligaciones laborales que se oponen a la propia existencia conyugal, la esclavitud que sufre el ser humano contemporáneo amarrado a un trabajo que le hace olvidar que lo verdaderamente importante en esta vida consiste en estrechar vínculos con nuestros familiares y amigos, son temas que toca la cinta sin que los mismos sean el eje principal de ella.
Como segundo punto de especial importancia, resaltaría la presencia de Jean Gabin, una vez más, cuya varonil y a la vez tierna estampa permite dotar a su personaje con unos matices difícilmente alcanzables por cualquier otro intérprete (tanto de su época como de la actual). Gabin desprende verdad en cada frase que emana de su boca. Sus diálogos y también su lenguaje corporal —impresionante resulta contemplar como este punto tan importante en la interpretación se ha ido perdiendo con el paso de los años, y como esta escuela clásica de actores lo empleaba con soltura en cada una de sus apariciones en pantalla— desprenden una verdad que asusta contemplar a día de hoy. El capitán de navío André Laurent que adopta el rostro de Gabin, se asimila a esos personajes de las tragedias clásicas, repletos de una dignidad y bondad innatas para el liderazgo, que al final acaban atrapados en su trampa de honestidades, ya que las mismas serán el obstáculo que impedirán alcanzar la plenitud total en su vida al obstaculizar la búsqueda de un amor verdadero dificultado por un matrimonio de conveniencia en el que el cariño marital brilla por su ausencia. Por si esto fuera poco, Gabin estará acompañado una vez más por la bella y misteriosa Michele Morgan, actriz con la que el actor francés compartía una química muy especial hecho anteriormente demostrado tras el éxito que supuso su unión en El muelle de las brumas.
Pero el punto que más me seduce de esta maravillosa obra es su carácter intensamente “Hawksiano”. Y es que Remorques es la película que encuentro contiene mayores conexiones con el cosmos del cineasta norteamericano. En este sentido, André Laurent adoptará la figura de esos intrépidos pioneros de la aviación que tanto gustaba retratar a Howard Hawks en sus historias (por ejemplo, ese Geoff Carter interpretado por Cary Grant en Sólo los ángeles tienen alas) que anteponen sus deberes sacrificando por tanto su felicidad en aras de ese concepto que escasa moda en la actualidad como es el compañerismo y el trabajo en equipo. Este punto, el análisis del sacrificio del ser humano para evitar dañar a nuestros seres queridos, tan empleado por el director de Río Bravo se halla presente en la espina dorsal de Remorques, siendo estos sentimientos que dan título a la cinta el espíritu de sacrificio que Laurent sacará a la luz para calmar la agonía de su paciente, fiel y frágil esposa. Y aún hay más, puesto que la cinta comparte igualmente con Hawks ese espíritu aventurero y osado de los personajes protagonistas, hombres enfrentados a un ambiente hostil y salvaje —en el caso del film que nos ocupa marinos bretones que arriesgan sus vidas por un famélico salario para remolcar navíos atrapados en medio de feroces tormentas— a los que el sabor del riesgo y del trabajo bien hecho compensa las privaciones económicas y abandonos familiares que obliga su desempeño diario.
La cinta arranca con una escena asombrosa, la de la celebración de la boda de un tripulante del remolcador capitaneado por el íntegro André Laurent. La borrachera que embriaga a los presentes no ocultará la carestía que el duro trabajo naviero invoca a la personalidad de los marineros. La mayoría de ellos son hombres sin pareja que malgastan su dinero en prostíbulos que garantizan un amor efímero, o con mujeres que aprovechan su falta para abrazar los brazos de otros jóvenes del lugar. Sin embargo, entre todos ellos, parece que existe una excepción, y es que el capitán André Laurent mantiene una relación de respeto y fidelidad hacia su enfermiza esposa Yvonne, una mujer que ha aceptado que el verdadero amor de su marido sea la mar en lugar de ella misma. Sin embargo, un aviso que anuncia que un barco está a punto de naufragar en medio de una fiera tormenta, provocará el encuentro de Laurent con una fría y bella mujer, Catherine (interpretada por la tigresa Michele Morgan); una joven unida por capricho con el negligente y felón capitán del barco salvado por Laurent, de la que él se enamorará perdidamente por primera vez en su vida, lo cual le embutirá en una compleja paradoja en cuanto a tener que decidir si traiciona a su antiguo amor (la mar) y a su mujer en favor de la pasión juvenil de Catherine. De esta manera, André irá abandonando sus deberes laborales, hecho que provocará graves problemas con el armador del navío que capitanea, pero también sus escasos contactos con su mujer que se halla en la fase terminal de su enfermedad que ha mantenido oculta a su marido para evitar entorpecer su pasión y felicidad.
Con estos mimbres tan simples, Grémillon tejió una película de una belleza descomunal e inigualable, narrada con un trazo poético sólo al alcance de los más grandes genios del séptimo arte, demostrando que la profundidad es inversamente proporcional a los enmarañados quehaceres cinematográficos que se centran en complicar con exceso de metraje y argucias visuales historias que no necesitan de estas artimañas para emanar arte filosofal. Y es que en menos de una hora y media, el artista francés logró dibujar un poema de tintes homéricos que emana el espíritu aventurero y fatalista que radiografía desde el principio de los tiempos al ser humano. Me encanta como la cinta se divide en dos partes muy diferenciadas, pero análogas en cuanto a su hondura. La primera parte de tono aventurero, nos mostrará las relaciones entre el grupo de marineros así como el perfil bondadoso y honesto del protagonista interpretado por Gabin, reflejando la relación carente de pasión que éste mantiene con su esposa Yvonne así como el amor enfermizo que ésta última siente hacia su marido a pesar de su escasa afección conyugal. Igualmente fotografiará el laborioso desempeño de los marineros que ponen en peligro sus vidas diariamente para rescatar a incautos capitanes a los que su falta de pericia ha castigado con el riesgo de perder sus mercancías en medio de una tormenta. A pesar de la falta de medios técnicos para ofrecer el realismo preciso con el que representar estos actos de rescate, Grémillon empleó con sabiduría imágenes que mezclaban el realismo del trabajo marinero en el interior del barco en medio de la tempestad con maquetas que captaban la brutalidad meteorológica del exterior. La segunda parte, de tono más romántico y dramático, arrancará en el momento en que el barco es rescatado por la tripulación gobernada por Laurent, lo que inducirá el primer contacto del capitán con la bella Catherine. Este segmento, carente de acción aventurera, se caracterizará por la intensa relación amorosa surgida entre ambas almas solitarias de afecto, narrando como Laurent irá dejando sus funciones al mando para ceder al nacimiento de la pasión sexual y amorosa que le provocará Catherine. Grémillon aprovecha este segmento mostrando su talento para rodar escenas de amor con una elegancia supina, aprovechándose de la conexión natural que existía entre Gabin y Morgan.
La cinta culmina con una de esas secuencias inolvidables cuyo reflejo forma parte de la historia y la imaginería del cine. Sin querer hacer un spoiler que lastre el visionado, únicamente comentaré que la mirada perdida de Gabin una vez que se ha dado cuenta que su traición tanto a la mar como a su fiel esposa ha resultado de consecuencias fatales, escena que fue iluminada doctamente por Grémillon con un estilo de luces y sombras que evoca directamente al cine fantástico de la época, quedará marcada en la memoria del espectador, siendo una de esas escenas imborrables que perdurará hasta el fin de los tiempos generación tras generación. El componente trágico y fatalista que contiene la película no hace más que engrandecer una obra que a pesar de no ser muy conocida aún entre los cinéfilos españoles, merece un sitio privilegiado entre las grandes obras producidas en nuestro país vecino. Sin duda, una película que marca la diferencia.
Todo modo de amor al cine.