Hay en la representación realizada por Joel Potrykus un ineludible componente nihilista, autodestructivo si se quiere, que media precisamente a modo de oximoron para comprender el lugar sobre el que deposita su mirada, o más bien hacia quiénes la dirige. Y es que si hablar de la generación que nos ha tocado vivir debería comprender una cierta evolución por cómo han ido cambiando a lo largo de las décadas ciertos aspectos de nuestra sociedad, resulta imperativo también hacerlo acerca de cómo hemos caído en una espiral degenerativa, que es sobre la que posa el autor de Ape su particular perspectiva. Pero si algo ha tenido claro el de Míchigan —por lo menos, desde que le descubrimos a través de la fantástica Buzzard— sobre cómo afrontar el proceso de un individuo cada vez más encerrado en sí mismo y en unas constantes que en parte parecen evidenciar una fuga de esa sociedad —de aquel sátrapa que protagonizaba su segundo largometraje, a un tipo literalmente pegado al sofá en esta Relaxer, ambos interpretados por un genial Joshua Burge—, es la percepción entre cáustica y entrañable —por más que sus universos no dejen de estar regentados por personajes que podrían ser advertidos como seres despreciables de no ser por la forma en cómo los retrata Potrykus— en lugar de una mirada inclemente, lejana a cualquier tipo de elemento humorístico, por punzante que este pueda terminar siendo. Así, ese humor, por más que pueda producirse a modo de mero apunte rebosante de una absurdidad implícita en los particulares microcosmos del cineasta, no deja de ser un elemento a través del cual identificar y componer el sustrato en el que se mueven sus personajes, tal como un indicador de la deriva que parecen apuntar estos mismos a juzgar por sus comportamientos e incluso maneras de entablar diálogo.
Relaxer nos traslada de este modo a la singular odisea de Abbie, una odisea donde la competición deviene un espejo del absurdo: y es que si hay un aspecto en el que Potrykus refleja el insensato sinsentido en que se convertirá la senda a recorrer por su protagonista, ese es el de individuos apegados a su condición de contendientes de una ficción que se podría desvanecer en cualquier momento en una pantalla cuyo reflejo, el de esos mismos seres, no podría ser más perturbador. Esa tesitura, la de (en el caso de Relaxer) un personaje anclado a un mando y una televisión, es aprovechada por el autor de Buzzard para tejer una inaudita ‹survival movie›, particularmente la que podríamos definir como ‹survival movie› de nuestra generación. La incapacidad de su protagonista por sobreponerse a las descabelladas condiciones de un reto lanzado por su propio hermano —y por acatar, claro está, los preceptos de un contexto, el del ‹gamer›, teñido por el dislate—, establecerá así un escenario inamovible: la habitación donde malvivirá a partir de ese instante y el sofá en que se verá obligado a permanecer debido a los términos impuestos. Rodeado de personajes que irán transitando ese contexto, y amplificando (más, si cabe) la condición de una propuesta cuyos lindes solo puede definir la naturaleza de Abbie, el film de Potrykus ejecuta su raigambre genérica desde una óptica mutante que incide en ese escenario central, no únicamente desde la deformación del mismo, también apelando a una tenebrosidad en la que el individuo queda vampirizado como espectro de una era, para más inri, inconclusa.
Relaxer no se conforma, de este modo, con exponer una deriva patente, que nace desde la propia asunción de una premisa cuyo carácter abraza el disparate, y se extiende ante una galería de personajes que tan pronto concretan esa debacle a la que asistimos (y de la que participamos) como no dejan de afianzar la naturaleza humana y emocional de su protagonista. Porque sí, puede que Abbie sea otro de tantos lunáticos que, imbuido por el aturdimiento y confusión de nuestros días (y, cómo no, generación), acepte participar en el juego (y competición) más absurdo al que se podría prestar, pero tan cierto es que no deja de establecer unos vínculos que también muestran cicatrices, más allá del desvarío cuasi inherente que supone estar anclado a una pantalla; circunstancia que, por otro lado, Potrykus no rechaza revelar por más que su mirada no esté exenta de cierta mordacidad compuesta por referencias —ese amigo de Abbie en su irrefrenable afán por reivindicar sus derechos a partir de citas de Jerry Maguire— y referentes —el tipo que logró superar el nivel 256 de Pacman, finalmente transformado en farsa de toda una época— que plasman tal desatino. Un desatino que el cineasta comprende como esencia de tipos que no son sino nuestro desabrido reflejo, el que como sociedad moldeamos para, en última instancia, observar con incómoda impaciencia, aplaudiendo un malsano divertimiento al que sólo Abbie puede poner fin en un último plano tan certero como turbador, donde lo molesto (casi embarazoso) del trayecto cobra el mayor de los (sin)sentidos.
Larga vida a la nueva carne.