A finales de los años ochenta, un muy consolidado John Boorman dirigía una de sus películas más personales y aclamadas: Esperanza y gloria. La cinta presentaba múltiples atractivos, siendo uno de ellos sin duda el hecho de revelarse como una obra de corte autobiográfico que centraba su atención en la infancia del propio autor vivida en la Gran Bretaña asolada por los bombardeos durante la cruenta II Guerra Mundial. La cinta combinaba con mucho acierto costumbrismo y unos buenos toques de comedia con esa nostalgia intrínseca en un film que evocaba los recuerdos infantiles del propio John Boorman, pintados los mismos con ciertas gotas de fantasía e irrealidad, dando como resultado un todo complejo hilado con una poesía ciertamente seductora.
Y es que para un servidor John Boorman fue y sigue siendo uno de esos nombres imprescindibles en virtud de su inclasificable y ecléctica carrera. El maestro cultivó todos los géneros posibles. Desde el musical, al cine negro, el bélico, el drama, la comedia, las aventuras medievales, el cine de terror o la sci-fi más bizarra con ese Sean Connery en calzoncillos campando por Zardoz. Cierto es que en algunas de sus obras más extrañas al maestro quizás se le fue la mano en su afán por abusar un tanto del exceso en su concepción narrativa. Pero igualmente a Boorman no se le puede achacar esa tendencia al acomodo que suele darse en los cineastas más veteranos conforme discurre el paso del tiempo. No. Boorman, siempre fue fiel a sus ideas. Ello ha permitido al británico estar siempre en la brecha haciendo gala de su total falta de atención a las modas cinematográficas, siendo pues esa visión tan personal como difícil de catalogar el dogma que persiguió al autor de Excalibur desde el nacimiento de su ópera prima hasta su última cinta que aterrizó en Cannes este año que lleva por título Reina y patria.
En primer lugar es preciso resaltar que Reina y patria se destapa como una secuela de la inicialmente mencionada Esperanza y gloria. Así la escena de apertura del film coincide precisamente con una de las secuencias finales de la cinta bordada por el autor de La selva esmeralda a finales de los 80. De este modo una bonita elipsis conectará los ojos del pequeño Bill protagonista de Esperanza y gloria con los del Bill adolescente de Reina y patria para arrancar con un bello gesto de melancolía cinéfila una segunda parte que desgraciadamente no alcanza los poderosos y sólidos resultados de su antecesora.
Reina y patria —curioso título que parece querer parodiar a la desgarradora obra de teatro Rey y patria adaptada a la gran pantalla por Joseph Losey— es una película a la que no se le puede imputar un pero desde el punto de vista técnico ni tampoco desde el narrativo. Boorman emplea toda su sapiencia para sacar adelante una obra edificada con unos robustos cimientos clásicos adornada igualmente con ese humor inteligente típico de las islas británicas. Sin embargo el buen vestido cinematográfico con el que cuenta la cinta no es suficiente para evitar que esta nueva aventura de Boorman peque precisamente de aquello que no suele exhibir el cine de este viejo rockero. Y es que Reina y patria asoma como una película muy convencional que se degusta con interés, pero que igualmente se olvida con facilidad. Al finalizar la obra a uno le queda la sensación de haber visto la misma historia contada en infinidad de ocasiones desde el mismo punto de vista. Por consiguiente, Reina y patria forma parte de esas cintas interesantes que entran fácilmente a través de los ojos —de las que no molestan en absoluto permitiendo al espectador pasar un rato entretenido y muy vistoso—, pero que asimismo no dejan poso en la mente debido a la carencia de secuencias impactantes y sobresalientes que suelen distinguir a esas obras inmortales que dejan una huella indeleble en el público que las contempla.
La cámara de Boorman seguirá los pasos de un Bill ya adolescente. Un joven confundido ante el incierto futuro que le espera que experimentará ese paso de la infancia a la madurez en una Gran Bretaña posbélica, desquiciada y también, como Bill, desorientada ante la subida al trono tras la muerte del Rey Jorge VI de esa nueva y bisoña regente Isabel II. En este sentido, el autor de Deliverance opta por retratar de un modo superficial y con bastante humor esa maduración de un Bill que ingresará en el ejército británico para cumplir el obligado servicio militar en un ambiente marcado por la Guerra de Corea. Boorman refleja trivialmente un regimiento trastornado formado por jóvenes pajilleros más interesados por las faldas y el divertimiento sin freno que por el aprendizaje marcial. De este modo, el cineasta británico bosqueja a esa generación que vivió su infancia en las trincheras de la guerra que ansiaba esos nuevos vientos de libertinaje y desobediencia civil gracias a esa paz latente quebrantada por el desmembramiento de un Imperio Británico inmerso en unas refriegas localizadas en lugares tan lejanos para esta nueva generación que incitaban a la indisciplina ante la incapacidad de unos mandos militares ofuscados en unas costumbres que no casaban con las nuevas ráfagas sociales.
Por consiguiente, Boorman se manifiesta más interesado en seguir las travesuras y frivolidades tanto de Bill como de su compañero de aventuras Percy enclaustrados en un estamento militar incapaz de controlar las gamberradas de sus integrantes más jóvenes. Seremos testigos igualmente de la dolorosa relación amorosa que nacerá entre el ingenuo Bill y una bella pero también fría joven llamada Ophelia (que servirá a Boorman para lanzar un pequeño guiño a ese Hamlet Shakesperiano gracias a una escena en barca rodada con un gusto pictórico ciertamente embaucador por el maestro), y también conoceremos el perfil que señala a la familia del protagonista, con especial mención a esa hermana libertina, desenfadada y feminista que insertará esas gotas de rebeldía y buen humor robando la atención del espectador en las breves pero magnéticas apariciones que disfruta este maravilloso y carismático personaje.
Y es que la cinta rompe su convencional ritmo irradiado en el primer vector más militarista, afianzando un contorno mucho más atractivo en el momento en que Bill y su mujeriego amigo Percy arribarán a la casa familiar disfrutando de un permiso. Estas escenas rodadas en el hábitat doméstico servirán para escupir esa innata capacidad de Boorman para efectuar perfectas disecciones de la decadencia de esa idílica familia tradicional de la clase media británica, perfilando con mucho tino los roles de cada uno de los componentes de la estirpe.
Pero sin duda los puntos más destacados del film resultan esas señales cinéfilas que el bueno de Boorman incluirá a lo largo del desarrollo de su autobiografía. Menciones a obras tan aclamadas como Rashomon de Akira Kurosawa —episodio donde se desvela la admiración que Boorman profesaba por Toshiro Mifune, actor con el que más tarde el inglés trabajaría en la magistral Infierno en el pacífico—, Extraños en un tren de Alfred Hitchcock o El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder, inyectarán ese veneno cinematográfico que contaminó el alma de Boorman en su adolescencia, haciendo brotar esas chispas vitales que sin duda tuvieron lugar en la adolescencia del cineasta nacido en la cinematográfica localidad de Shepperton. Porque a pesar de que el global del film no deja de ser excesivamente corriente, sí que podemos destacar ese brote de genialidad de Boorman en ciertos momentos, siendo ese arranque donde Bill descubrirá su fascinación por el cine al avistar a nado la cámara que aspira el rodaje de una película bélica en los alrededores de su casa, consecuente con un final donde una cámara expresará el total enamoramiento de un adolescente que terminaría guiando su existencia bajo el color y los aromas de la sustancia cinematográfica. Son por tanto estos destellos de ingenio los que obran que Reina y patria sea una película que merece la pena.
Todo modo de amor al cine.