Cuando Max Zorn regresa a Nueva York veinte años después de cursar una beca gracias a la que pudo escribir, vivir en la ciudad y mantener un romance con Rebecca —una joven alemana— solo él sabe sus propias intenciones. Ahora es un escritor prestigioso que ha escrito una novela sospechosamente autobiográfica. Es adorado por sus lectores, también por Clara, su pareja treintañera. Y es soportado por Isi Laborde, su agente de prensa. Pero también es menospreciado por Walter, su antiguo mecenas, algunos personajes más y odiado, sobre todo, por su platónica Rebecca. Con una semana de promoción por delante, Max, bien cumplidos los sesenta, quiere volver con su antiguo amor para reparar el pasado.
Echando un vistazo a la veintena de coproductores, algunos ejecutivos y otros asociados que han conseguido el presupuesto del nuevo film de Schlöndorff, entre ellos la estrella germana Til Schweiger y el propio cineasta, sorprende que no se haya conseguido una película más redonda. A pesar de unos créditos iniciales vigorosos, por el sonido de aviones que despegan y aterrizan con el fondo tumultuoso, más la megafonía de un aeropuerto, sincronizado con la animación de los rótulos en diagonal. Seguidos por un largo monólogo hipnótico del protagonista, que parece estar confesándose ante la cámara sobre sus relaciones pasadas con el amor de su vida, terminado por la huída cobarde de él. Unos primeros planos al corte, tocados levemente de foco, iluminados por una luz que parece de velas. La cámara se abre a planos generales y de conjunto y vemos que la supuesta sinceridad de Max es una lectura de un capítulo de su novela en una librería concurrida por varios seguidores del autor. Posteriormente asistiremos a una entrevista que demuestra la lucidez del novelista con sus respuestas acerca de Europa y el mundo. Una lucidez que se descubre como embuste, al ver que siempre da las mismas respuestas al resto de sus entrevistadores. Todos estos detalles definen al personaje que interpreta Stellan Skarsgård, egocéntrico, caprichoso y desnortado por el largo viaje en avión. Un trastorno físico que se traduce en su insomnio, despistes y un patetismo que borda el actor sueco, en un registro que honra a un personaje que podría ser muy antipático y en su figura se transmuta en un Mr. Scrooge afectado por un ‹jet lag› tan físico como emocional.
Conviene citar al mito de Un cuento de Navidad de Charles Dickens porque gracias a los encuentros con hipotéticos fantasmas del pasado y presente, se estructura esta peripecia del escritor en un viaje que resulta mítico en su título pero muy terrenal en su desarrollo. Una estructura similar, aunque con una diferencia interesante, porque si Scrooge se redimía en su periplo, Max se acaba hundiendo debido a su actitud arrogante. Ese lugar del pasado, Montauk, es una zona de costa a unas horas de Nueva York, más evocador en el recuerdo de la pareja y en la sonoridad de los nativos americanos, que en su visión directa. El cineasta escoge también la cronología con carteles superpuestos que muestran el día en que sucede cada jornada. Un elemento que resulta redundante puesto que la narración por secuencias, con el tránsito de los días, las noches y las acciones de los personajes, ya deja bien reflejada la sucesión temporal.
El veterano director germano acredita su capacidad para mantener la atención del público con un metraje que tal vez podría haber sido más ajustado, aunque no resulte muy pesado en sus cien minutos, incluso con reiteraciones, lugares comunes y una intriga previsible. Pero la visión del largo no impide que parezca ser una producción de los años ochenta o noventa, un melodrama de otra época, de vocación psicológica y romántica en torno a un personaje cínico que busca redención. El cineasta sabe cómo narrarlo visualmente, como dotarlo de ritmo, pero no logra la pasión que hubiera servido de forma más eficaz para su argumento.
O tal vez esas fueran sus intenciones.