El cineasta alemán de origen iraní Behrooz Karamizade explora con su primera incursión en el largometraje la complicada realidad socioeconómica de su país natal, a través de la perspectiva de dos enamorados de distinto estrato social que deben mantener su relación en secreto: Amir, de escasos recursos, y Narges, quien proviene de una familia acomodada. Las dificultades para convencer a la familia de Narges y la necesidad de asegurarse una estabilidad económica para proponerse en matrimonio llevan a Amir a probar suerte en una pesquera, adentrándose en un negocio arriesgado, sórdido, lleno de corrupción y en el que pronto descubre formas poco edificantes de llevarse unos ingresos extra.
Redes vacías comienza con un tono más iluminado y optimista, con dos protagonistas jóvenes dispuestos a alcanzar su propósito de casarse a pesar de las complicaciones que no dejan de llegar. Este tono da paso gradualmente a un reverso fatalista y deprimente, a medida que Amir se desenvuelve en su nueva aventura y se ve obligado a abandonar todos sus principios por un objetivo cada vez más incierto, llegando al punto en que la relación y la promesa parecen más un lastre emocional para ambos que una ilusión compartida. Este pesimismo creciente se deja ver en unas conversaciones cada vez más bruscas y distantes, que reflejan las crecientes barreras que existen entre ambos y que no se limitan a un estatus socioeconómico insalvable, sino que tienen que ver también con hasta qué punto están dispuestos a llegar el uno por el otro y qué sentido tienen los sacrificios en nombre de algo menos tangible e ilusionante con cada minuto que pasa. La película, en último término, lanza la pregunta, no de si todo ha valido la pena por cumplir ese sueño, sino de si queda algo de ese sueño o ya se ha ido consumiendo y por tanto solo prevalece el empecinamiento.
Del mismo modo, la obra aprovecha para cargar las tintas y denunciar situaciones aberrantes en la sociedad iraní a través tanto de la relación imposible como del inestable nuevo entorno laboral de Amir. En concreto, en el primer aspecto y tal vez el más interesante de la cinta, la forma en que se naturaliza la tutela absoluta de los padres de Narges sobre sus decisiones de contraer matrimonio, con la que echan por tierra cualquier aspiración de alguien como Amir, es escalofriante. Por otro lado, el joven pretendiente descarga su frustración con Narges, por no rebelarse frente a sus padres y no luchar por la relación, cuando es algo que, en el fondo, él tampoco hace. Hay una suerte de percepción interiorizada del orden natural de las cosas en ambos que les indigna, pero frente a la que se sienten derrotados ya de inicio.
No significa esto, ni mucho menos, que el resto de la cinta sea peor, solo que inevitablemente se siente menos cohesivo por su estructura. En la trama de la pesquera hay asimismo muchos detalles terribles que aportan a esta visión absolutamente desencantada y pesimista sobre el futuro de los personajes, pero en comparación con ese otro hilo argumental que vertebra toda la película, se siente más como un conjunto de pequeñas observaciones independientes que unidas ofrecen un panorama desolador: desde la corrupción de las jerarquías superiores al desprecio por la vida de los trabajadores; desde la historia personal del escritor reprimido que quiere huir del país a la tentación de los incentivos ilegales. Todos estos elementos se acumulan para hacer de la experiencia laboral de Amir una mezcolanza de emociones difíciles de digerir y, finalmente, asfixiantes. Y ambas tramas son valiosas e interesantes a su modo, una como un continuo cohesivo y otra como una colección de vivencias que hacen mella en la salud emocional de Amir.
Si hubiese que ponerle algún pero a Redes vacías, es que no comienza con la fuerza suficiente para resultar memorable y engancharme de inmediato. Pese a que la cinta convence sin esfuerzo de que la pareja tiene química y que su relación está construida sobre una base de sinceridad y emoción genuina, no me resulta demasiado atrayente esta parte y encuentro más a lo que asirme emocionalmente conforme se da paso a la desafección; achaco esto en particular no tanto a las sensaciones concretas que se exploran, sino a aspectos de la puesta en escena, como la banda sonora, que creo que transmite más en esos rangos desesperanzados que en la felicidad alentadora del principio, o la ambientación gris y cargada de la pesquera. Es una obra que funciona mejor en su propuesta estética cuando menos feliz y optimista es. Por este motivo, siento que la película crece de manera gradual en mi valoración conforme avanza, haciendo de este un viaje no exento de irregularidad pero sí muy satisfactorio en lo que logra finalmente.