Dicen, cuentan, que cuando uno está absolutamente perdido y no sabe reconocerse frente a un espejo, cuando uno no tiene ni idea de quién es, encuentra una oportunidad vital en la huida hacia adelante. Llegar a un paraje lejano, lo más alejado posible de todo lo conocido, allí donde no concuerda idioma, rasgos o creencias. Allí, en el fin del mundo, donde uno se pierde y puede conocerse de nuevo sin ningún factor externo que se entrometa.
Otros también dicen, cuentan, que cuando uno ya ha recorrido su vida y tiene claro quién ha sido y cuál es su impronta en este mundo, necesita volver a sus orígenes, a lo que una vez fue su hogar, para cerrar un círculo, para afianzar un sentido que se comprometa con todo lo que conoce o lo que una vez creyó conocer.
Fukushima, mon amour. Muy alejado, físicamente —al norte y al este— de Hiroshima.
Ese es el punto de encuentro de dos apreciaciones del destino tan compactas y poco afines, eso es lo que fundamenta Recuerdos desde Fukushima, donde Doris Dörrie desea amplificar la sensación de hurgar en el pasado plagando la pantalla de un comprometido blanco y negro, sin fundidos, sin extremos, simplemente un hilo conductor para contactar con el pasado de dos mujeres (extrañas entre sí) y con el pasado de una tierra ahora vacía tras el gran desastre nuclear y natural que tuvo lugar en 2011.
Allí encontramos tras unas mínimas pinceladas a Marie, rubia, muy alta, muy europea y disfrazada de payaso, transportando en su mano un aparato para medir la radiación. Una payaso sin conocimientos de idioma o cultura japonesa, que debe levantar el ánimo de un recóndito refugio donde ya solo quedan aquellos que no tienen intención de retomar su vida en otro lugar.
Marie nos alecciona de su desidia, de su falta de empatía hacia el humor y su necesidad por aferrarse a la tristeza. También sabemos pronto de la existencia de Satomi, a la que se le escapó la empatía años atrás y que nos intriga con su intención de volver a su devastada casa.
No hay un vínculo claro, pero sí una unión situacional. Ambas en el centro de la miseria, inspiradas por la reconstrucción del hogar, o por la intención de ocupar su tiempo para reformular sus miedos. La alemana y la geisha, una extraña pareja que nos va a descubrir como entrelazar historias aparentemente inconexas.
Dörrie apuesta por el compromiso, no acepta trucos de imagen, no desea retratar preciosismo o destrucción, no se aferra al diálogo, simplemente deja que estas dos actrices hagan crecer su historia de la nada, que las reconozcamos por gestos, por pura intuición. Un riesgo que sirve para acercarnos a ellas, desde la pulcritud de sus secretos, desde la acepción de desconocimiento mutuo, entre ellas, entre nosotros.
Poco a poco se vincula el arte como un camino a seguir, la payasa altruista y la última geisha de Fukushima, sin duda un guiño inesperado que nos lleva desde el mero aprendizaje (la repetición a lo largo del film del ritual del té, un rasgo de elegancia que nos invita a pensar en el legado) a temas tan profundos como la pérdida (las creencias de la cultura japonesa se apoderan de los momentos más místicos al hablarnos de los fantasmas como una relación directa con el pasado, con la pérdida y aunque sea llamativo, de un modo más leve con la muerte), siempre con esos detalles que rompen barreras culturales, en una población que se venera lo pasado viviendo en los excesos del futuro.
Recuerdos desde Fukushima es respetuosa, una aventura personal que inspira a sus protagonistas a compartir en soledad, conociendo a una a través de los ojos de la otra. Valientemente se aleja de la tristeza, no hay un mensaje lastimero pese a tratar temas tan profundos, lo hace con una intención narrativa y plena, porque las vidas pueden ser algo más que un cuento, y las historias tener más poso que una simple moraleja. Con una cercanía medida, y una extrema curiosidad por la cultura japonesa, la directora intenta que comprendamos al que huye y al que vuelve, y que no olvidemos, de paso, lo que fue Fukushima.