Hace casi cinco años, con motivo del estreno de Ida en el Festival Internacional de Cine de Gijón, tuve ocasión de entrevistar al director de la misma, el realizador polaco Pawel Pawlikowski. Como muchos de los lectores sabrán, Ida tocaba, entre otros temas, el controvertido asunto de la participación del pueblo polaco en el exterminio de los residentes de raza hebrea durante la II Guerra Mundial. Quizás “participación” no sea la palabra adecuada, ya que indica cierta posición activa ante la masacre organizada, pero sí podríamos hablar de mirar hacia otro lado, sí de obtener ciertos réditos fruto de un silencio cómplice.
Por supuesto, esta definición no se puede aplicar al conjunto de la sociedad de un país, toda generalización es, por definición, una herramienta burda, poco aguzada e injusta, pero sí me llamaba la atención los puntos de contacto que el film de Pawlikoski presentaba si lo acercábamos a la Shoah de Claude Lanzmann. Cuando inquirí al futuro ganador del Oscar acerca del documental de Lanzmann, la respuesta fue bastante sintomática: hubo un cambio total del lenguaje corporal por parte del mismo (hasta entonces bastante relajado), y las respuestas por su parte se acortaron dramáticamente (pueden comprobarlo en este enlace). La conclusión parecía obvia: Shoah seguía levantando, muchos años después de su estreno, la misma incomodidad y rechazo que en el momento en que fue proyectada por primera vez.
Por supuesto, esta incomodidad vino y sigue determinada por la innegociable postura de Lanzmann a la hora de representar el Genocidio judío. Un hecho de una gravedad tan absoluta que no debía ser modificado por la imaginación más o menos bienintencionada de un artista cualquiera. Según el realizador francés, sólo la memoria oral de quienes por los campos de exterminio nazis habían pasado, podía erigirse como testimonio verídico de la masacre. Un posicionamiento radical, en unos tiempos marcados por una acusada ambivalencia moral, que le llevó a ser atacado por sus opiniones contra trabajos que ficcionalizaban el Holocausto: de La lista de Schindler de Spielberg a La vida es bella de Roberto Benigni. Se decía de Lanzmann que se había autoerigido en sumo sacerdote de su propio credo, descartando cualquier otro acercamiento paralelo para así aumentar de forma artificial el culto a su inabarcable «opus magna».
¿Hasta qué punto era justa esta acusación? Más allá de los hechos incontrovertibles, es decir, la asunción por parte de Lanzmann del papel de fiscal en la representación del Holocausto, nos resulta difícil encontrar rasgos de cinismo en su actitud. En efecto, Lanzmann podía ser un pope de su propio culto, pero dicha creencia parecía nacida de una fe innata, no fruto de un cálculo interno. Esa misma fe, ese hálito inquisitorial, puede verse en su propia forma de hablar con los testigos de la matanza, con esos campesinos polacos cuyas parcelas se vieron recrecidas con la liquidación de sus anteriores propietarios, con esos ciudadanos alemanes que desconocían dónde iban sus hasta ayer vecinos judíos, obviamente era algo que siempre estuvo presente en su personalidad, pero ¿dónde había tenido su origen?¿Quizá en la necesidad de su familia de esconderse, durante la II Guerra Mundial, para evitar la deportación a los campos de exterminio? ¿Tal vez en sus años en el maquis francés y lo que allí vio?¿O por la toma de conciencia sobre la relevancia histórica de aquellos sucesos?
En cualquier caso, la mirada de Lanzmann sigue y seguirá siendo un referente, con el que se puede coincidir o no pero de inmensa e innegable relevancia, sobre cómo definir el ensayo documental en nuestro tiempo. Y el hombre, el Lanzmann persona, uno de los mejores ejemplos sobre los que estudiar la fe y las contradicciones, la grandeza y las miserias de un Siglo XX cuyas pautas totalitarias, que alguna vez creímos borradas para siempre de nuestras vidas, han vuelto a aparecer como por ensalmo en la bienpensante y contemporánea Europa en la que habitamos.