El perdón queda fuera de pantalla. Una familia cualquiera en un país del primer mundo se ve vapuleada por chorros incontrolables de realidad, de los que erosionan hasta no dejar ni rastro, de los que anuncian el olvido de toda una sociedad sobre una singular historia.
Adil El Arbi y Bilall Fallah saben llevar a su propio terreno el en ocasiones encorsetado cine social. Las calles de Bruselas o Amberes han sido su escenario en películas como Black (2015) o Gangsta (2018), donde jóvenes de ascendencia marroquí sobrevivían en un mundo de contrastes. La calle es la ley en su cine, algo que les ha llevado incluso a trabajar en Hollywood, pero su vuelta a Bélgica nos muestra que no necesitan romper su ritmo para impactar y concienciar al espectador. Rebel tiene algo de esas calles que tan bien conocen y siempre destacan en su cine, pero con ella deciden llevar a un nivel superior su interés por los conflictos que sobrevuelan el lugar, hasta trasladarlo al terror y fanatismo que germina en favor de las guerras santas.
Con un derroche enérgico llamativo, en el que es capaz de recurrir al género musical, recuperando para ello al actor y cantante Aboubakr Bensaihi (ya protagonizó para los realizadores la película Black), Rebel se atreve con un tema tan vívido como los jóvenes que son captados para luchar con el ISIS. Con esta afirmación nos aseguran que no necesitamos implicarnos con sus protagonistas, personajes que se mueven entre su propia humanidad e intereses y la ejecución de órdenes que les llevan por un oscuro camino. No se trata de implicarse con el drama que esta familia en particular está viviendo, sino que su intención es dar forma a un problema que se ningunea desde la sociedad a través de esta historia concreta, considerándolo como tal únicamente en el momento en que les repercute directamente, en el que se convierte en algo que afecta a sus propias carnes.
Rebel es una historia dura empapelada en pura ficción. A caballo entre Bélgica y Siria, la narración se entremezcla en distintos hilos temporales que afectan a ambos espacios, para construir a la vez la percepción y la realidad, sin que estos estímulos lleguen a tocarse necesariamente: lo que es una verdad en Siria se camufla por supervivencia, llegando como una crueldad o una traición a Bélgica, y los afectados nunca sabrán de las implicaciones de estas vivencias para los otros. Siendo conscientes de estas complejidades, en vez de enfocar la narración como un infierno, los directores prefieren enfatizar las herramientas que poseen y ponerlas en primer plano. Cada uno de los protagonistas tiene la oportunidad de enfocar sus sentimientos en escenas coreografiadas con complejas rimas musicales, del mismo modo que la guerra se convierte en hiperactivos ‹travellings› donde la metralla se convierte en otra vertiente sonora con movimientos estudiados y disuasorios —utilizando las propias ficciones que los terroristas enseñan en sus montajes cinematográficos—. Con todo ello sentimos que contemplamos un espectáculo que convierte el dolor en algo vistoso, capaz de enganchar, apurando la atención con cada giro provocador, para que el espectador solo quiera reflexionar una vez terminado el film, cuando ya todo ha sucedido, cuando ya nos han recordado que este cine explosivo (más que expositivo) solo es un original muestrario del padecimiento real de personas con nombre y apellido, con una vida significativa que ha sido borrada, extinguida por el mal uso de palabras divinas.
Rebel es atrevida y parece querer conectar el cine combativo y concienciador con el público menos afín a lo social, gracias a un estudiado espectáculo lleno de curvas y estilos que exprimen la historia hasta las últimas consecuencias. Esto tiene muchas lecturas, por lo que conectar con lo que sucede no siempre servirá para interiorizar el trauma expuesto, pero es interesante la forma en que se lanza a un abismo desde una perspectiva renovada.