Matteo Garrone vuelve tras la controversia que suscitó Gomorra, su mirada de la mafia italiana basada en el famoso libro homónimo de Roberto Saviano, que le valió a su autor no pocas amenazas de muerte, hecho que le hizo abandonar su país. Sin embargo, esa controversia en España no venía dada por una visión a la que estamos muy poco acostumbrados, sino por las formas de un cine que se acercaba extrañamente al neorrealismo italiano para dividir el debate entre aquellos que la consideraban un terrible acercamiento a un asunto realmente serio, y los que no veían en ella más que un aburrido documento de una temática que casi siempre hemos visto tratada con demasiado ‹glamour› (precisamente, el que le faltaba a Gomorra).
Ahora, el italiano deja a un lado la adaptación literaria y escribe junto a sus guionistas habituales una historia que nos lleva a un terreno no menos controvertido que el de la mafia: los ‹reality shows›. En cambio, Reality se aleja a grandes zancadas del estilo empleado en su anterior trabajo y, aunque todavía desprende muestras de esa forma de rodar tan cercana y realista (reforzada, además, por la elección del reparto), el empleo de una banda sonora fantástica a manos de Alexandre Desplat (El discurso del rey, Moonrise Kingdom) y el transcurso de una cinta donde realidad y ficción se terminan fundiendo en un todo desvelan que en Reality nos encontramos ante algo muy lejano a aquella Gomorra que cautivó (por decirlo de algún modo) y horrorizó a partes iguales.
Abriendo con un magnífico plano secuencia en el que, soslayadamente se introducen detalles de lo más significativos (esa bandera británica ondeando), Garrone nos lleva de la mano de una joven pareja que llega en un carruaje al restaurante en el que se celebrará su convite. Allí es donde, tras la aparición de Enzo, un popular participante del Gran Hermano italiano, conocemos a nuestro protagonista, Luciano, un hombre de familia que siente verdadera devoción por esa clase de ‹realities›; una devoción respaldada por su propia familia y que le terminará llevando a un terreno en el que los límites de la ilusión, de creer estar en tela de juicio en todo momento debido a la persecución de un sueño baldío, le transformarán en un ser que ya no distingue dónde se encuentran los límites de esa realidad a la que alude el título.
Antes de ello, vamos obteniendo pinceladas que resultan importantes para la obra del transalpino: la humilde condición de Luciano, que regenta una pequeña pescadería en la plaza de su pueblo, realiza trapicheos para ir saliendo a flote y se encarga de una familia numerosa, sirve como principal condicionante para lanzarle en una absurda carrera por entrar en ese escenario de lo más bizarro gracias a su faceta como ‹showman›, que queda demostrada en la secuencia introductoria y que le propina, junto a ciertas anécdotas a las que se alude pero que el espectador nunca llega a conocer, el suficiente envite como para personarse a las puertas de un recinto de cartelón reconocible para quien lo ve, el de Cinecittà como apunte desolador para lo que antaño fueron estudios cinematográficos de renombre, ahora pervertidos por la ponzoña del ‹reality show›.
Con ese material, Garrone construye una suerte de ‹American Dream› europeo en el que cualquier alternativa es viable con tal de alcanzar un grado de felicidad mayor del que hasta ese momento se intuye en el particular universo de Luciano. Así es como el personaje entra en un aura de la que parece no querer salir y que terminará condicionando sus acciones desde ese preciso instante, demostrando que Reality más que un acercamiento irónico (que también) a ese mundo del ‹reality show›, es un retrato sociológico que contiene las justas pinceladas de cine social como para que el relato no derive en algo que en realidad no se ajusta a lo que el italiano pretende contarnos.
A través de ese aparente halo de felicidad construido por el protagonista, como era lógico, todo se derrumbará cuando vea su pequeño sueño resquebrajado y lo que se asemejaban a decisiones superficiales, cutáneas, se transformarán en determinaciones que, en la cabeza de Luciano, sólo pueden ser llevadas hasta las últimas consecuencias. Así, lo que parecía tener sostén gracias a una familia que le arropaba, se tornará una digresión de la realidad que le llevará a tomar medidas drásticas y a desconcertar a todos los que le rodean, que no tendrán otro remedio que intentar buscar la solución a un conflicto en apoyos externos debido a la propia condición del personaje en sí.
Merece mención aparte la soberbia interpretación de Aniello Arena, que debuta en Reality debido a que su propia historia le llevó a la cárcel de Volterra, donde cumple condena desde hace dos décadas tras ser, con 23 años, un soldado de la Camorra. Su actuación sintetiza a la perfección la autenticidad de ese personaje y nos la acerca a él de un modo tan tangible que al final, no podemos más que vernos inmersos en su pequeño relato incluso aunque en su ecuador a Garrone le cueste más definir el tono de una obra que no se sabe tan cómica como veraz, hecho que quizá no le hubiese venido nada mal. Sin embargo, es en su última secuencia donde esa dislocación de la realidad que sufre el propio personaje termina por revelar que Reality no requería mordacidad o humor de ningún tipo, se sirve y se basta para dejar en la cabeza del espectador la fulgente iluminación de un escenario que nunca había cobrado fuerza de ese modo.
Larga vida a la nueva carne.