Tras pasar la década de los noventa recluido en el circuito televisivo, el guionista Everett de Roche (figura relevante dentro de la llamada ‹ozploitation› y del moderno cine de terror australiano) regresó al medio cinematográfico con Visitors (2003), pequeña pieza de horror psicológico realizada por Richard Franklin, su director fetiche. Aunque fallida e incluso muy mediocre en varios aspectos, era ésta una película que servía para reiterar la fidelidad de de Roche a un determinado discurso, cuyo núcleo podría orbitar alrededor de una idea que se repite obsesivamente en su cine: el enfrentamiento del individuo con el entorno. O, más concretamente, el choque entre el ser humano en soledad (esto es, insignificante en su desnudez) y la vastedad de un paisaje que lo irá degradando progresivamente, tanto en un sentido físico como moral. Ocurría de forma muy evidente en Largo fin de semana (1978) (probablemente su título más alegórico y logrado), en la citada Visitors y en El infierno bajo tierra (2009), su último trabajo, pero en todas sus películas pueden hallarse igualmente rastros de esto que decimos, a saber: un Stacey Keach cada vez más alucinado recorriendo con su camión las largas y desérticas carreteras australianas en Roadgames (1981); Elisabeth Sue y Terence Stamp aislados en la mansión y rebajados a una condición primitiva para vencer al gorila Link en la película homónima de Richard Franklin (Link, 1981); o la pareja perdida en los pantanos australianos que tendrá que recurrir a la violencia para sobrevivir en la reivindicable Storm Warning (2007).
En todas ellas se puede asistir a algún instante en el que uno de los personajes llega a una situación límite en medio de un contexto extraño y hostil (preferentemente natural y desgajado de la civilización), dentro del cual deberá luchar para subsistir o bien ceder ante la presión y caer psicológica y físicamente derrotado. En ambos casos, suele existir una especie de trance mental en el cual el personaje camina figuradamente sobre esa fina línea que separa la razón de la locura: no es raro encontrar en sus guiones secuencias alucinatorias provocadas por el poderoso influjo de un paisaje que martillea la conciencia y te aleja del mundo civilizado; las había en Largo fin de semana, Visitors o El infierno bajo tierra, y las hay igualmente en esta apreciable Razorback: Los colmillos del infierno (1984), una ‹monster movie› atípica en la que el monstruo (un jabalí anormalmente grande y agresivo) parece más bien una abstracción mítica e irreal generada por el propio entorno, en lugar de un ser tangible y real. Un espejismo, una figura legendaria en la que sólo parecen creer los locos. En este sentido, el “melvilliano” personaje que interpreta Bill Keer ayuda a aplicar una luz fantástica sobre toda la peripecia, que acaba siendo otro paseo por los dominios del instinto y la barbarie de la mano de un protagonista que deberá dejar atrás la cosmopolita y bulliciosa Nueva York (máximo ejemplo de modernidad y civilización) para adentrarse en los terrenos de la Australia más profunda, salvaje, desértica y desquiciada.
Pues bien, este uso del paisaje como herramienta de presión psicológica vuelve a ser importante en la película que nos ocupa. En un determinado momento de la narración, el protagonista acabará (por circunstancias extrañas que difícilmente aguantan un examen racional, he ahí lo más reprochable de la cinta) aislado en medio de la nada, perdido en una desnuda extensión de terreno baldío y acechado por bestias que se amparan en la oscuridad. Más allá de la amenaza real (de orden animal) que pueda poner en peligro su vida, lo que destaca de esta secuencia es la propia violencia que ejerce tan sobrenatural paisaje en su mente ya un tanto deteriorada, distorsionándole su visión de la realidad y llevándole al límite de sus fuerzas. El principio de locura se corresponderá con una manifestación de esteticismo onírico muy típica de de Roche. Lo importante de esta escena, a mi entender, es su insistencia a la hora de señalar al verdadero protagonista del film: el paisaje australiano, siempre tan extraño y fascinante, tan peligroso y tan lleno de signos misteriosos y amenazadores.
Aunque el monstruoso jabalí actúa como gancho comercial y constituye la razón de ser de todos los personajes y de la misma trama, desde un principio queda claro que a esta película la anima la fascinación que en el espectador despierta tan singular entorno. También, en parte, porque Mulcahy maneja un presupuesto discreto y no puede permitirse grandes alardes de efectos especiales (se construyó para la ocasión una réplica mecánica del bicho que sólo aparece entera en pantalla unos breves segundos), teniendo que desviar la atención hacia el poderío del espacio, realzado por la esmerada labor fotográfica de Dean Semler y la propia pericia del director, el cuasi-debutante Russell Mulcahy, a la hora de disponer panorámicas y puntos de vista de resultados verdaderamente sugestivos (la introducción, por ejemplo, hace alarde de una planificación precisa y un buen ojo para cuajar atmósferas extrañas y subyugantes). No estamos, por tanto, ante un prodigio de guión (simple y esquemático), pero sí ante una personal reflexión sobre la animalización del individuo en una tierra que le es ajena y que está regida por la más genuina y atávica violencia, no sólo representada por el gran jabalí asesino, sino también por esos personajes secundarios (los paletos Benny y Dicko Baker) que parecen sacados de una de Mad Max, residuos peligrosos y olvidados de la civilización.
Razorback: Los colmillos del infierno ofrece, pues, una caída desde la normalidad (la gran ciudad) a la anormalidad (la Australia más rural y abandonada), que implica la tergiversación o derrumbamiento de unos determinados códigos morales en pos de una supervivencia marcada por el instinto y la sinrazón. Si uno hace memoria, resulta difícil encontrar una sola película australiana en la que no exista algún personaje tronado o en vías de serlo. ¿Será que vivir cabeza abajo termina nublándote la mente? ¿Será esa geografía y fauna tan decididamente extrañas? Sea como sea, Everett de Roche siempre ha permanecido fiel a este componente zumbón llenando sus películas de terror de secundarios excéntricos, protagonistas enfrentados a crisis psicológicas agudas y, de fondo, el gran paisaje australiano, árido y surrealistamente abstracto, contribuyendo a enrarecerlo todo.
Es esto (el efecto paisaje, con sus ramalazos de belleza y paranoia) lo más reseñable de una cinta de serie B tan entretenida como irregularmente narrada (los personajes principales no interesan demasiado y sus reacciones son a menudo difícilmente justificables), pero con el suficiente poderío y sensualidad visual como para mantener al espectador seducido e intrigado ante la cualidad mágica de tan insólito territorio. En segundo plano, una bestia parda que, pese a aparecer poco, garantiza el cupo de violencia, misticismo y peligro que uno exigiría a cualquier ‹monster movie›. Suficiente para hacer de esta pequeña pieza de terror artesanal una cita más que apetecible para todo cazador de cine ‹aussie› que se precie.