Los primeros ‹travellings› de Rapture, segundo largometraje de Dominic Sangma tras Moan, nos conducen en la negra noche a través de la espesura de un bosque donde los lugareños practican una suerte de rito que se repite cada dos años. El cineasta delinea así aquello que podrían ser (o no) los confines de un no lugar que el espectador puede llegar a situar en un marco temporal concreto, pero Sangma no se esfuerza en concretar. Al fin y al cabo, el relato que recoge y que otorga sentido a su nuevo trabajo bien se podría ceñir a una marcada atemporalidad, no sólo por su retrato sobre el miedo infundado por una naturaleza como la humana, sino por esos mecanismos que lo gobiernan y terminan imponiéndose sea cual sea el contexto. De este modo, resulta ciertamente sugestivo cómo se manifiestan esos elementos que, sin necesidad de jerarquizar el relato, hacen confluir una atmósfera concreta y predeterminada en pos a los intereses propios. Es por ello que su posible pulsión apocalíptica —ante esa noche de ochenta días que presagiará el pastor del pueblo ante la situación — desaparece dando paso a un cine que diluye la barrera entre lo fantástico, lo ilusorio, y lo puramente, digamos, tangible; y en esa querencia por un cine de género contiguo al relato, Rapture desarrolla una crónica certera de los males que aquejan a nuestros tiempos, repletos de charlatanes y oradores movidos por un santo y seña que para nada atañe a las gentes de ese pueblo. No es de extrañar, pues, que en busca de respuestas ante la desaparición que anuncia el mismo título del film, los lugareños recurran tanto a una suerte de chamán como a ese pastor, intentando hallar algo que los guíe hacia una eventual resolución o, cuanto menos, confiera una explicación a lo acontecido.
Desarrolla, de este modo, Dominic Sagma, un clima de tensión que, sin llegar a estallar, se dirime en juicios, culpas y susceptibilidades que poco a poco van tiñendo la historia, armando una propuesta que no termina de entrar en ningún momento en el terreno de lo social —si acaso, deja alguna pincelada aislada—, pero sin embargo tampoco trabaja ese nexo genérico que parecía presto a ser desarrollado, derivando principalmente en alguna que otra estampa desde la que alimentar esa pulsión. Ello no es óbice para que Rapture encuentre en su desarrollo puntos con el suficiente interés desde los que ir complementando su fondo, y aunque en ocasiones pudiera parecer que hay una cierta falta de poderío, de secuencias que transmitan con mayor eficiencia en esa aldea, siempre sobresalen ideas que van confiriendo los pespuntes necesarios a la obra.
No estamos de este modo —aunque la forma tan inmersiva y envolvente que posee su autor de retratar dicho marco pudiera sugerirlo— ante un film que potencie lo ambiental y que se termine de dejar llevar por la fuerza torrencial que las veces poseen sus imágenes, quizá dado el interés del indio en proveer un trasfondo mucho más potente, que es el que deja su último acto; en especial, ante la secuencia donde el pastor revelará sus designios, otorgando si cabe más capas que resignifican ese sentido atemporal que posee la cinta, siendo capaz de tejer un mosaico en el que se expone el rumbo de una sociedad encerrada en sus propios miedos incapaz de avanzar sin esas figuras que aprovechan cualquier pequeño resquicio para continuar justificando un rumbo que, en el mejor de los casos, dotará del velo material desde el que seguir cubriendo las miserias sin necesidad de afrontarlas.
Larga vida a la nueva carne.