El cine islandés tiene cada vez más presencia en el panorama internacional. Nombres como Óskar Jónasson (Reykjavik-Rotterdam), Baldvin Zophoníasson (Órói o La vida en una pecera), Baltasar Kormákur (The Deep), Ragnar Bragason (Metalhead) o Benedikt Erlingsson (De caballos y de hombres) nos demuestran la existencia de grandes talentos venidos desde la tierra del hielo, y seguro que he dejado alguno en el tintero. A esa lista hay que sumar a Grímur Hákonarson que con Hrútar (Rams), su segundo largometraje de ficción, ha conseguido alzarse, sorpresivamente, con el Premio “Un certain regard” de la 68ª edición del Festival de Cannes. Su historia nos sitúa en la Islandia rural, la que varía entre los tonos verduscos de la hierba y la blanca intensidad de la nieve, en un pequeño pueblo que vive de la ganadería ovina, llegando incluso a participar en un concurso anual que premia al mejor carnero de la zona. Cuando las dificultades se presentan, dos vecinos que llevan más de 40 años sin hablarse tendrán que claudicar en una postura común para salvar lo único que aman, sus rebaños.
Hákonarson parte de una premisa muy sencilla, pero la desarrolla con bastante acierto. El islandés se para a contemplar el entorno, a recrearse con el valle, con las pocas casas presentes y con los rebaños que allí habitan (humanos u ovinos). Son cuadros que el director nos va pintando lentamente, y que recuerdan, ligeramente, a los realizados por Erlingsson en De caballos y hombres, aunque si nos fijamos bien, también podríamos encontrarnos acudiendo a la serie de culto Juego de Tronos. Eso se debe, básicamente, a la belleza implícita de los paisajes de Islandia, que despiertan un brusco ansia de pisar el suelo helado de sus valles, pero sin encontrarnos caminantes helados, por favor.
Dejando de lado los anhelos geográficos y las referencias televisivas, centrémonos en la historia de Rams. Se podría decir que Hákonarson peca de simplista a la hora de presentar su película, pues no es más que un simpático cuento, pequeño retrato de la vida rural de su país, con una moraleja ya escuchada y vista, pero no por ello menos válida. El islandés incide en la dureza de la vida de los ganaderos, las condiciones que soportan, el riesgo de depender de una profesión en la que un traspiés inesperado les puede dejar sin sustento, muy acorde y no demasiado distante de la situación laboral que se extiende en la práctica totalidad del continente europeo en la actualidad. Volviendo a la idea de la sencillez de su historia, hay que remarcar la importancia de su solvencia a la hora de desarrollarla. Si bien el planteamiento peca por su sencillez, su contenido se hace delicioso. Hákonarson remueve lentamente la mezcla de los protagonistas, solteros, vecinos entre ellos, con una relación muy tirante que deja suficientemente clara desde bien entrado el inicio, y va añadiendo pequeñas dosis de drama que adereza con grandes momentos cómicos, dejándonos al final un sabor correcto, sin ninguna floritura. En el recuerdo además nos deja imágenes desoladoras, no tanto por su crudeza, sino por su significado, por su mensaje en forma de moraleja, que nos hacen reflexionar sobre el valor de nuestros actos y el tiempo invertido en problemas con escasa importancia.
A todo ello hay que sumar el buen hacer de sus dos personajes principales, que recuerdan a una suerte de Santa Claus que ha cambiado los renos por ovejas y carneros. Su “no relación” o sus fatídicos encuentros, epicentros de la trama y de las escenas más cómicas de la película, no pasarán inadvertidas; insistiendo una vez más en que, a la hora de abordar Rams, no se puede esperar un gran espectáculo visual o un intenso drama de autor, sino una obra sencilla con grandes intenciones.