La leyenda sobreimpresionada en la zona inferior izquierda de la imagen, escrita con letra cursiva, indica que la película fue rodada en 16 milímetros, en Madrid en MMXXI. El 2021, segundo año de la pandemia. Las letras de color acreditan a los responsables del equipo artístico. Tonos anaranjados sobre matices en blanco y negro, de cualquier época. Rota la vida, ¿por qué no romper el tiempo y el espacio? El equilibrio de los encuadres. La elegancia en las composiciones de un cielo de Madrid detenido entre las azoteas de varios edificios emblemáticos. De hace siglos. De ahora mismo. Tantas personas ausentes, sugeridas por la calma de una ciudad que supuestamente acoge a todos sus habitantes de la misma forma que los engulle y olvida. Previamente se ha presentado a Ona, una treinteañera que parece más joven, asustada desde su entrada al edificio en el que vive, apareciendo en el plano con timidez, como entra la actriz primeriza en el escenario de una obra escolar.
Pero no hay teatro. Desde el inicio todo es vida y humanidad en los gestos, miradas esquivas, despistes y expresiones de Lourdes Hernández, protagonista debutante que quizás nos recuerde aquella trovadora de hace tres lustros, una cantante que no usó trampas ni atajos en concursos televisivos de voces o divos. A su lado la flanquean dos caballeros que redondean la sensación de lealtad, cariño y espontaneidad a cargo de Bruno Lastra, pretendiente. Y en el otro flanco, Francesco Carril, tan eficaz pareja y como adorable paciente. Las dos costillas de la protagonista.
Ramona es una ópera prima cuidada desde la escritura del guion hasta la promoción actual del film, con una sinopsis tan bien descrita por parte de sus artífices que es mejor no desmontarla en estas líneas. El drama sobrevuela como las nubes de la presentación, aunque siempre rompa entre cúmulos y estratos el sol que resplandece para sacudir una comedia que regala con generosidad las sonrisas a pesar de ser una historia que tienta la tristeza por la imposibilidad del amor. Por contradicción consigue el romance sin subrayados, solo con elipsis, situaciones humorísticas, miradas y un sentimiento platónico que nos insufla en los pensamientos y epidermis de los personajes.
La comedia opera con su sabiduría por las escenas, creando situaciones divertidas durante una borrachera improvisada, a media tarde. Sin subrayar las coincidencias e imprevistos entre el chico que conoce a chica. Dejando claro que, aunque surja una oportunidad para que llegue el amor prometido en mundos imaginarios, ya no quedan príncipes ni princesas para soportar esas cadenas. Lo milagroso es que se siente un romanticismo puro, tan esquivo en el cine del siglo presente. Se disfruta el momento y avatares sin sentir el calor de los focos, las marcas de los actores, como si la realidad costase menos de plasmar entre las secuencias ligeras. Aunque la fotografía sea la de aquel cine antiguo tan acogedor, tan entrañable. Con explosiones coloristas en los monólogos que ayudan a perfilar más a Ramona. Ella, que se llama así por To Ramona, una canción de Bob Dylan. No por la que cantaba Fernando Esteso.
Ramona vuela o levita en sus paseos a la carrera que intuimos con los ‹travellings› callejeros que la siguen. En sus titubeos, temores y gracias conscientes e involuntarias. Haciendo fuerza con todas sus debilidades, que no son distintas a las de cualquiera de los que asistimos como espectadores.
El largo de la directora y guionista Andrea Bagney ha sido presentado en la corriente de las producciones de bajo coste del cine español. Quizás sea un buen momento para desterrar esta separación industrial, ya que un porcentaje superior del cine producido aquí se hace con presupuestos y voluntad como los del equipo de este film. Puede que todavía existan películas con respaldo financiero muy solvente y una promoción asegurada por plataformas multinacionales del entretenimiento, pero tras hacer un recuento de los estrenos en cine y canales, esta va siendo la excepción y no la norma. Ramona, de la misma forma que decenas de largometrajes españoles, europeos, americanos y de otras cinematografías, son mal llamados cine independiente cuando son los que probablemente se impregnan en la retina y memoria del público.