Sin duda existe una atracción casi enfermiza que conecta irremediablemente a los grandes actores de la escena y el arte cinematográfico británico con William Shakespeare. Buena parte de los intérpretes de origen británico que han sentado cátedra en el arte de la interpretación y que con el paso de los años terminan cayendo en la tentación de dar el paso a la dirección escénica o cinematográfica han sucumbido al veneno shakespeariano, desde Laurence Olivier, John Gielgud o el caso más reciente de Kenneth Branagh. Para un británico Shakespeare es como la sangre que galopa a través de las venas sin cuya circulación la vida no tendría sentido, y es que el dramaturgo del siglo de oro de las letras inglesas representa indudablemente la leche emanada por las escuelas escénicas británicas que alimenta las ansias de éxito y leyenda perdurable que anhelan los más grandes actores de las islas. Este paradigma ha sido seguido paso por paso por el gran Ralph Fiennes, sin duda uno de los más grandes e hipnóticos actores británicos contemporáneos, que decidió debutar en la dirección de cine en el año 2011 con una arriesgada y extraña adaptación de una de las tragedias más desconocidas y gigantescas del genio de las letras anglosajonas: Coriolano.
El Coriolano de Shakespeare forma parte del núcleo de obras de ambiente romano escritas por el genio, siendo quizás la más emblemática de ellas Julio César (obra que adaptó al cine Joseph L. Mankiewicz en su recordada película homónima de talante teatral protagonizada por Marlon Brando). En ella se narra las peripecias de un general del ejército llamado Cayo Marcio, bautizado con el nombre de Coriolano tras conquistar la ciudad de Corioles venciendo en cruenta batalla a su archienemigo Aufidio —general del ejército volsco, principal enemigo que amenazaba la estabilidad del Imperio Romano—, quien tras su arribo triunfante a Roma será propuesto por el senado como cónsul en virtud de sus hazañas bélicas. Sin embargo, las maquinaciones de dos tribunos opuestos al nombramiento de Marcio como cónsul (Sicinio y Bruto) puesto que temen que su oneroso poder puede verse minorado tras al alzamiento del inquebrantable e incorruptible general, harán caer en desgracia al anteriormente agasajado por el pueblo Coriolano, valiéndose para ello de toda una serie de embustes y falacias que pondrán al enardecido y manipulable pueblo en contra de su anteriormente aclamado héroe. De este modo, Coriolano será desterrado de Roma por la plebe, motivo que enardecerá el odio y la sed de venganza de Coriolano en contra de Roma ya que éste no comprenderá el motivo que propició su destierro y desventura. Así el general se aliará con su antiguo enemigo Audifio para asaltar y destruir Roma a los mandos del ejército volsco. Pese a su odio, los ruegos de la madre y esposa de Coriolano así como los de su único amigo Menenio harán que el antiguo general romano recapacite en el último momento, debiendo por tanto elegir entre seguir los caminos del odio y la venganza o por contra aceptar las vías del patriotismo y la paz.
Pues bien, este complicado engranaje argumental repleto de simbolismo y poesía soterrada en el fondo de su simiente, en el cual hay lugar para que emanen incisivas metáforas acerca de la mezquindad de los políticos que se apoltronan en el poder, los cuales ven un peligro a su «status quo» con la llegada de líderes populistas que alteran el torrente sanguíneo del populacho al que absorben la sangre con impuestos y decisiones que abrazan el provecho propio en lugar del colectivo, plebe que a su vez es fácilmente manipulable aclamando a la política del miedo o meramente con doctrinas nacionalistas (vamos algo de rabiosa actualidad en nuestros días), fue reinterpretado por Fiennes situando temporalmente el desarrollo de la historia en un mundo actual y contemporáneo en el que fácilmente se atisban ciertas líneas coetáneas con el día a día al que nos enfrentamos: las imágenes manipuladoras de la televisión, los senadores enfrentados por causas estúpidas y accesorias alejadas de los problemas reales, el ambiente bélico y las crisis del miedo que estructuran y dan razón de ser a las sociedades contemporáneas o las traiciones familiares y fraternales que siguen igual de vigentes en nuestros días como lo estaban en la época que conoció Shakespeare.
Sin duda, el recurso de estilo elegido por Fiennes para dar forma a su Coriolanus, difuminando los parajes medievales de la obra original con los mastodontes de losa y acero que adornan el siglo XXI, no solamente resulta innovador sino que fundamentalmente es una aspiración muy arriesgada. Así, Fiennes demostró con esta primera aparición detrás de las cámaras que no es un realizador amaestrado que busca el aplauso fácil y la condescendencia del espectador. Al contrario, Fiennes demuestra con esta ópera prima poseer un discurso propio alimentado con las influencias de la multitud de maestros con los que compartió set y confidencias en las múltiples horas de rodaje en las que tomó parte como actor. Y este es un punto muy positivo a tomar en cuenta para valorar el resultado final obtenido por Fiennes, que da muestras de su pericia y saber hacer tras las cámaras gracias a la implantación de una puesta en escena muy visceral que para nada va en la línea de un debutante en la realización de películas, alcanzando en ciertas escenas unos enérgicos impactos visuales cocinados a cámara nerviosa y zigzagueante que más bien parecen escupitajos lanzados por un incorregible director abrazador de corrientes vanguardistas.
Resulta clarividente el poder visual y el efectivo montaje exhibido por Fiennes en su ópera prima, así como el audaz mensaje que invita al debate que emana la cinta. Sin embargo, hay algo que no acaba de encajar, un viento invisible que desorienta al espectador y que impide, al menos en mi opinión, que la cinta termine calando hondo en el mismo. Y esta desafección creo que se debe al hecho de que la película no acaba de desprenderse de ese talante teatral que tanto daño han hecho a las adaptaciones de Shakespeare al cine a lo largo de la historia. Y es que a pesar de que Fiennes trata de evitar la rigidez escénica propia del mundo del teatro otorgando a su film una fotografía en continuo movimiento en la que priman los espacios abiertos, la interpretación de los actores, los cuales recitan en verso las mágicas palabras escritas por la pluma del genio de la literatura inglesa, acaba dañando al armatoste global del film. Para mí, el hecho de apostar por situar la epopeya en el mundo actual no casa con unas interpretaciones histriónicas que hacen del grito y el gesto desparramado su seña de identidad. Las actuaciones eminentemente teatrales de todos y cada uno de los actores (muy inspiradora resulta la presencia en el elenco de los veteranos y magníficos Brian Cox y Vanessa Redgrave junto con la estimulante Jessica Chastain y un contenido y espléndido Gerard Butler que regala la que para mí es la mejor interpretación del film) se acaban desparramando en los brazos de la sobreactuación demoliendo el realismo evocador que surge por generación espontánea gracias a la ubicación contemporánea de la historia.
Y este es sin duda el principal tropiezo de la cinta, ya que desaprovecha la oportunidad de trasladar en un lenguaje verídico y cercano el envase político que ostenta el texto shakesperiano totalmente asimilable a nuestras instituciones actuales. De este modo se evita el acierto de lanzar de un modo empático y natural una profunda reflexión sobre las líneas que delimitan y conectan la democracia con la tiranía de sus ejecutores e instigadores, los cuales acaban convirtiendo el sistema democrático en una dictadura del poder con la displicencia del pueblo oprimido. A pesar de ello, Coriolanus es un estupendo debut para un realizador que esperemos continúe puliendo su arte y rebeldía en obras que den claras muestras de su floreciente talento.
Todo modo de amor al cine.