La cineasta croata Hana Jušić utiliza dos elementos centrales para vertebrar su primera incursión en el largometraje tras su participación en la cinta colectiva Transmania (2016). Así, Quit Staring at My Plate, cuyo título evoca una canción popular croata, se sostiene por los pilares que conforman la familia por un lado y la ciudad de Šibenik por otro, en ambos casos como forma de prisión que hunde la vida de Marijana, nuestra protagonista.
Marijana es una joven de unos 24 años, cuya vida transcurre entre las cuatro paredes de un hogar dominado por un autoritario padre que la trata como si fuera aún una niña y un trabajo que no la satisface. En su familia, además, destaca una madre sumisa de su marido y un hermano bobalicón con un grado indeterminado de minusvalía psíquica que sigue en todo momento las indicaciones del progenitor.
Hana Jušić necesita muy poco para transmitirnos una sensación de agobio, de una sexualidad encerrada y nunca explorada, donde no hay atisbo de intimidad para Marijana, que debe dormir con su hermano y cuya madre censura cualquier intento de acercamiento a otras personas, residentes además en uno de los barrios de clase baja de un lugar, Šibenik, más conocido y mostrado en el cine por su impresionante casco antiguo de estilo renacentista. Basta la construcción de una imagen particular; aquella en la que observamos a nuestra protagonista caminar por una calle, de manera que ella aparece como algo pequeño en comparación con el edificio que tiene detrás. Inmueble que contiene todas sus ventanas cerradas a excepción de una, lo que resume a la perfección tanto el alma como la sexualidad reprimida de Marijana.
Hana Jušić puede encuadrarse en esa categoría de tantos cineastas que contemplan su lugar de origen de manera totalmente opuesta a como es observada por una persona foránea. Al fin de cuentas, en España, sin ir más lejos, los sevillanos Alberto Rodríguez (La isla mínima, 2014) y Santi Amodeo (Astronautas, 2003) han construido buena parte de su filmografía en la capital hispalense, pero siempre alejados de los cánones establecidos, como enfadados con la imagen que se proyecta sobre la ciudad, anclada en clichés que son repetidos y no pocas veces asumidos por sus habitantes. Y es que, sin salir de Sevilla, hay una confrontación total entre quienes ruedan en Sevilla siendo foráneos y quienes habitan en la propia ciudad. Aunque bueno, luego está Jim Jarmusch para negar que todo foráneo peque de la misma imagen preestablecida sobre Sevilla.
En este caso, el nombre de Šibenik no recuerdo que se mencione en ningún momento a lo largo de la película. No es importante. La cineasta rueda en un lugar que no le es ajeno y que le ayuda en su idea de opresión, pero puede ser cualquier otro lugar de Croacia.
En un momento dado de la película, tras finalizar la presentación de la rutina de los personajes, el padre sufre un derrame cerebral que le deja postrado en la cama. Lo que acontece es una auténtica revolución en el núcleo familiar. La madre saborea por primera vez una libertad sin las ataduras del “cabeza de familia” y se desentiende de la situación de su marido, al que solo le une las cuatros paredes y sus hijos. Mientras, Marijana se encuentra de manera natural ante la disyuntiva de encabezar lo que queda de la familia, por ser la única integrante que lleva dinero a casa. Pero su posición se ve despreciada por los otros dos integrantes, que no toleran ni aceptan que sea ella quien lleve la voz cantante del núcleo familiar. El hermano no acepta que una mujer sea la cabeza de familia, mientras la madre solo parece preocupada en recuperar el tiempo perdido.
Es decir, cuando parece que Marijana puede entrar en la vida adulta, ser responsable de sus actos y se suprime esa figura paterna que aterroriza a todos los integrantes del hogar, sus anhelos son cortados en seco por su madre y hermano. Al final acaba peor que antes: queda al cuidado de un padre inmóvil por el desinterés general de los demás, debe suministrar una economía que sustente el hogar familiar aún a pesar de que el dinero no vaya para ella —resulta hasta tierno ver a Marijana comiendo por primera vez en un puesto de comida rápida a la salida del trabajo—, sin olvidar las tareas domésticas y siguiendo oprimida en un ambiente arcaico, machista y que la anula como persona, pero sobre todo, como mujer.
Es en el tramo final cuando nuestra protagonista encabeza una huida hacia ningún lugar aprovechando los encuentros sexuales con la primera persona que le preste un mínimo de atención y disfrutando de su dinero tras encontrar un segundo trabajo, donde por primera vez sale a conocer la vida nocturna, donde se mueve como una novata, como un animal en busca de una presa tras un largo periodo de tiempo encerrado en una jaula.
Quit Staring at My Plate muestra sus mejores cartas con un final que ahonda en una de las contradicciones más jugosas de la cinta, con un personaje al que intuimos solo quiere salir a respirar aire y no volver jamás a esa jaula que tiene por hogar. Pero aunque nunca pueda conseguir a optar al rol de cabeza de familia que por derecho le pertenece, Marijana no olvidará sus responsabilidades a pesar de su entorno y de esa ciudad mostrada como asfixiante en un verano sin fin.
Su final es desolador, pero esconde una interesante reflexión. Desde el punto de visto de los feminismos, parece claro que la liberación de la protagonista está en huir y empezar una vida donde puede tener el control de sus actos y donde no sea juzgada como una especie de niña inválida incapaz de protegerse. Pero Marijana no es la representación de ningún feminismo, porque ella misma aspira a ejercer un control patriarcal de su propia familia. Es oprimida, pero su persona ha respirado demasiado tiempo esa mencionada opresión brutal de su ambiente para entender que puede haber otros caminos.
La decisión que, por tanto, toma en el tramo final, huye de la idea del feminismo o de la liberación personal —como si estas dos cosas no fueran de la mano—. Esta opción de Marijana no está, sin embargo, mostrada como un error, al ser totalmente una opción libre que ella toma. Es, como decía, desolador, no arregla ninguno de los desajustes que hay en su vida, pero no deja de ser su opción. Poco importa, aunque es en cierta manera tenebroso, que sea ella quien se acerca a su familia y siga ejerciendo un rol sumiso. La película acaba por contar un viaje interior, a falta de uno externo que ella misma aborta, para aceptar a su familia por encima de todo y a pesar de todo.
Resumiendo, Quit Staring at My Plate es una propuesta estimulante, mucho más interesante de lo que pueda parecer a primera vista. No nos queda otra que seguir de cerca la carrera de Hana Jušić, anclada en una filmografía croata que cada vez presenta más músculo y más voces dispares, aunque se intuye a toda una generación que comienza ahora su asalto al cine lleno de anhelos y problemas generacionales.