Adaptando una novela del mismo título, Quiero comerme tu páncreas es el primer largometraje de Shin’ichirô Ushijima. Con un título llamativo que no parece reflejar en absoluto el tono de un drama mundano en torno a una enfermedad terminal, su significado se nos explica al poco tiempo y nos deja claro su doble sentido, puramente referencial (en alusión a una supuesta tradición antigua que Sakura recuerda haber leído) y metafórico, como forma de reflejar la conexión y el compromiso que adquieren los protagonistas.
La película narra el encuentro entre un adolescente muy introvertido —cuyo nombre de pila no conoceremos hasta un momento muy concreto de la trama— y una compañera de clase llamada Sakura en la sala de espera del hospital. Allí, el chico lee accidentalmente su diario, en el que revela que sufre una enfermedad pancreática degenerativa y que se está muriendo. Es así como Sakura decide que él sea el único confidente de su estado de salud y lo arrastra a pasar más tiempo con ella, convenciéndole para unirse a sus planes hasta que llegue su hora de morir. De este modo, entre ambos se va estableciendo una relación que termina derivando a un sentimiento romántico.
Pero decir que Quiero comerme tu páncreas es una historia de amor, sin resultar errado, no termina de ser representativo de lo que vemos en pantalla. Porque, a la manera del cine de Makoto Shinkai, el romanticismo en ella existe más bien como una conexión que trasciende lo físico y que no puede concretarse. Y también porque es una historia que se centra preferentemente en la introspección y el descubrimiento personal a través de la relación con otra persona, en el impulso de cambiar tu vida y en la aceptación de la muerte. Y es este último terreno en particular el que, creo, más chocante puede resultar a un espectador no acostumbrado a la perspectiva lírica japonesa.
De hecho, la cinta no deja de recordarnos que la existencia de Sakura es efímera, no como un impulso para llegar a un punto trágico, no como una motivación para cambiar las cosas, sino como una forma de entender su experiencia y la relación que se forma como algo que no está destinado a permanecer. No es casual que en ésta abunde el simbolismo clásico de ese concepto de impermanencia tan puramente japonés, desde la presencia del Hanami (y la obvia referencia del nombre Sakura, que literalmente significa «flor de cerezo») hasta los fuegos artificiales de verano, porque la narración no trata de dar pena por su situación ni tampoco engaña con falsas esperanzas. Al final lo que emerge de ella es la aceptación y el aprendizaje, y lo que en principio parece encaminado a la tragedia no lo es más que en sus primeros minutos.
Me gusta particularmente, de hecho, el personaje de Sakura y todo lo que tiene que ver con su manera de gestionar la enfermedad, incluida esa dificultad de lidiar con la inminencia de la muerte, la divergencia entre sus verdaderas emociones y lo que comunica a los demás, y el enfoque tanto introspectivo como observacional que la película mantiene sobre ella, según se vea desde su propia perspectiva o de la de su acompañante. Logra un equilibrio hermoso entre la idealización preciosista y la visceralidad, dota de una gravedad muy convincente a su conflicto emocional y, en general, se lleva los mejores momentos de la cinta.
Lamentablemente no puede decirse lo mismo del crecimiento personal del protagonista masculino. Presentado como el típico chaval introvertido y sin amigos que no ve la necesidad de relacionarse con los demás, la idea de la cinta de utilizar a Sakura para cambiarle se me hace burda en su tono moralizante, que me resulta hasta molesto. Tal vez porque subyace en ella una cierta demonización de la introversión, aunque también en cierto modo por la escasa elegancia de construir este cambio de actitud a través de una relación como la que se nos muestra.
Tampoco ayudan a la sensación final la multitud de escenarios cliché que dan a esta película la impresión de ser una más, otro drama romántico en el anime reciente que busca la trascendencia emocional apegándose a fórmulas que se han probado exitosas, pero que en todo caso han funcionado con más naturalidad y regularidad anteriormente. Secuencias como la del paraguas parecen tan calculadas que inevitablemente, pese a su ejecución notable, se pierde algo de implicación emocional al verlas.
No es casual que se la haya comparado con frecuencia con obras anteriores. Personalmente, no creo que nos encontremos ni mucho menos ante un refrito de Your name como parecen sugerir algunos; con ella apenas establecería algunas vagas correspondencias temáticas y ese sentimentalismo más abstracto e idealizado de su faceta romántica. Estéticamente, de hecho, no se parece demasiado, y su inspiración más clara parece ser el estilo de Naoko Yamada en A silent voice, tanto en el uso de la música como en la forma de emplazar los planos en un enfoque visual más cercano e intimista, que se fija en los gestos y en el lenguaje corporal para transmitir las emociones. Incluso los diseños de los personajes recuerdan a otras producciones de su estudio.
En cualquier caso, lo que presenta Quiero comerme tu páncreas no es nada nuevo ni a nivel temático ni estético, simplemente recoge ideas que ya funcionaron de unos y de otros. Algo que no es desde luego malo, pero que especialmente por esa descompensación que noto en la contundencia discursiva y expresiva entre ambos protagonistas, no logra alcanzar el nivel de sus predecesoras y el agravio comparativo se hace más patente, quedándose en una película buena, satisfactoria sin duda, pero que no deslumbra.