Siendo un director de cine de terror tan personal y decididamente atípico, no es de extrañar que el acercamiento cinematográfico de Curtis Harrington al recurrente tema navideño se saldara con un venenoso y cínico cuento infantil que troca Hansel y Gretel en un villancico sórdido que celebra la venganza y el sufrimiento ajeno con una falsa ingenuidad tan deliciosa como perturbadora, dejando que los buenos sentimientos asociados a estas fechas ardan (sin compasión) en una pira funeraria en la que también se desvanece la inocencia de sus pequeños protagonistas. Harrington logra, de este modo, teñir la Navidad de una intensa mala uva que resulta, en su elaborada sencillez e inesperada contundencia, más incómoda y políticamente incorrecta que otros satíricos intentos de revertir el espíritu de estas fiestas, ya sea a través de la comedia gamberra, del drama avinagrado o del puro y duro cine de terror (que, demasiado a menudo, se queda en la idea superficial de transformar iconos reconocibles de bondad –muy particularmente la figura de Papá Noel– en perfectos e inquietantes recipientes de maldad).
Carrington, que debutara allá por los años sesenta con un par de películas de terror de culto (la brumosa y etérea Marea nocturna, de refinado espíritu cormaniano, y aquella pesadilla espacial –con ecos del Terror en el espacio de Bava– llamada Planeta sangriento, que inspirara lejanamente al Ridley Scott de Alien), acometió poco después la realización de una serie de filmes –a medio camino entre el thriller enfermizo y el terror psicológico– protagonizados por venerables damas del séptimo arte ya en su senectud, siguiendo esa línea iniciada por actrices de la talla de Joan Crawford y Bette Davis de encarrilar su tramo final de carrera por la vía del cine de género cuando no, directamente, de la pura y dura psicotronía. En este caso, la dama en cuestión no es otra que la genial Shelley Winters, que ya colaborara el año previo con Harrington en ¿Qué le pasa a Helen?, y que, a partir probablemente de El presidente, de Barry Shear, pasó a convertirse en una de las musas del cine de género más demencial, extraño y corrosivo, a través de títulos como los citados de Harrington, Cleopatra Jones, El quimérico inquilino, Tentáculos o, muy especialmente, la inolvidable Mamá sangrienta, subversiva y humilde masterpiece de Roger Corman.
Uno de los motivos fundamentales por los que ¿Quién mató a tía Roo? resulta una película tan satisfactoria es, sin duda, por la ajustadísima interpretación que nos brinda Winters, capaz de inspirar al mismo tiempo ternura, compasión, miedo y tristeza. Es a través de ella, de su generosa corpulencia y patético dolor, que la cinta logra equilibrar de tal modo las diferentes corrientes dramáticas que la recorren, haciendo de su personaje un ser complejo y lleno de matices, en lugar de un unidimensional villano de cuento de hadas. Y ahí está, también, la otra gran clave del éxito del film: su habilidad para, partiendo de una fábula conocida por todos, extraer algo completamente nuevo de ella (y más terrorífico si cabe). Porque la cinta de Carrington es, sin duda, una de las variaciones sobre Hansel y Gretel más perversas, inteligentes y crueles jamás filmadas (por encima, si cabe, de aquella sádica y homoerótica adaptación que realizara Ozon en Los amantes criminales).
Cuento macabro sobre amores enfermizos derivado en fascinante reflexión sobre los peligros de la imaginación, ¿Quién mató a tía Roo? hace gala de una construcción narrativa impecable (e implacable) en la que lo real y lo imaginado se imbrica de una forma tan artera como deslumbrante, jugando con nuestras expectativas y convirtiendo un relato que podía haber caído en la banalidad de «Bien vs. Mal» en algo mucho más retorcido y estimulante, es decir, en una lucha entre actos de locura movidos por el amor y actos de maldad movidos por la nobleza. Lucha que, en determinados momentos, logra capturar algunas estampas sencillamente espeluznantes (la niña gritando «bruja» a Shelley Winters en pleno clímax dramático).
Una obra, en definitiva, hondamente perturbadora, que no traslada el clásico de los hermanos Grimm a la pantalla, sino que lo reinventa a través de una historia ejemplarmente urdida y llena de recovecos siniestros y tan oscuramente divertidos como los dibujos de Edward Gorey. La forma en que viste una tristísima historia de soledad y enfermizo apego a lo amado con los ropajes de una sardónica cinta de terror, hace de ella un pequeño clásico oculto que teñirá (no lo duden) sus navidades de un manto de amarga, hiriente negrura.