En la segunda pieza de Quién lo impide: Si vamos, 28 volvemos 28, Jonás Trueba salta del formato entrevista a la narración en clave de (falso) documental. Se trata de mostrar a algunos de los estudiantes previamente entrevistados en un viaje de fin de curso. O lo que es mismo, un desarrollo argumental y vivencial al respecto de lo expuesto en la anterior pieza.
No cabe duda que el desempeño de Trueba en este film funciona mucho mejor en tanto que, por momentos capta perfectamente la esencia del “momentum”. Fundamentalmente la recreación adopta tintes naturalistas de realismo y belleza ya que se deja que fluyan los acontecimientos. Algo que, por desgracia, no siempre está presente debido al empeño constante de meter baza y orquestar la libertad del caos.
Al igual que en su anterior film, el problema reside en la proyección que Trueba realiza de sí mismo sobre los personajes retratados, queriendo ser más un demiurgo, un ‹master of puppets›, que un cronista de la verdad. Esto es, Trueba parece más interesado en recrear su mundo particular que realmente reflejar el estado global de “sus” adolescentes.
Así pues Si vamos 28, volvemos 28 se digiere a modo de gran impostura. Esencialmente en un tramo final en el que el dispositivo empleado queda expuesto en una reflexión colectiva que se asoma peligrosamente al bochorno y a la vergüenza ajena. Sobre todo por la insistencia en dirigir las respuestas sobre las sensaciones del rodaje y la incapacidad de mantener misterios e incógnitas a base de revelar las intenciones sobre ellas.
Un desenlace que se antoja como un intento de catarsis pareciéndose más a una visión entre lo admirativo y lo paternalista pareciéndose más a un libro de Albert Espinosa (con todo lo que comporta) que a un manifiesto hecho desde la madurez y la comprensión.
Efectivamente, Jonás Trueba parece atrapado en el laberinto de una inmadurez no superada, cosa que si ya de por sí es un lastre, se combina con su habitual querencia mal entendida por unas fórmulas cinematográficas de las que capta formas pero no esencias. De alguna manera estamos ante un desarrollo de la segunda parte de La Reconquista (con la que comparte protagonista) donde cierta delicadeza en el tratamiento queda emborronada por la brocha gorda de la proyección sentimental.
El dicho popular es sabio: «no arreglar lo que no está roto» y Jonás Trueba vuelve a desoír dicho principio haciéndose omnipotente y restando protagonismo y libertad a sus protagonistas. Un retrato coral pues que queda por desgracia ahogado por el mensaje unidireccional que quiere transmitir su director. Una auténtica lástima ya que el material permite intuir atisbo de lo que podría haber sido un gran ejercicio de ‹free cinema› o, como mínimo un acerado intento de aproximación y desmentido sobre los tópicos que circulan al respecto de la juventud actual. En el fondo, eso sí, podemos hablar de película reconocible. Al fin y al cabo Jonás Trueba cada día es menos autor y más un género en sí mismo. Jonasismo o barbarie. Escojan ustedes mismos.