En La piel fría, celebrada novela bizarra ‹sci-fi› de Albert Sánchez Piñol, el protagonista desembarcaba en una isla remota y hostil para relevar a su antecesor e iniciar, así, un escabroso relato de supervivencia con criaturas imposibles y relaciones atroces. En El faro (2019), la desatada y punzante película de Robert Eggers, sucedía algo parecido: un joven marinero encarnado por Robert Pattinson se ponía a la merced de una costa enfurecida para realizar, durante un mes, una imposible labor de mantenimiento junto a su veterano compañero, al cual daba vida Willem Dafoe. Ambas obras, igual que Quest, el primer largo de Antonina Obrador, recurren al aislamiento severo de los personajes para desproveerlos de la confortabilidad que ofrece el confort de la sociedad, y enfrentarlos a la animadversión de una naturaleza salvaje. En el caso de esta última producción catalana, Lluc (Enric Auquer), accede a Quest, una ínsula desierta que, como pronto sabremos, tan solo contiene una casa. El resto se compone de un paraje áspero, isleño y radical, donde el viento sopla con una violencia que no concede tregua alguna, y donde la flora convive caóticamente con la rocosidad adusta de la orografía. Allí, nuestro huraño protagonista, biólogo de profesión, vagabundea por el terreno en busca de muestras de vegetación que cataloga, recogiendo especies y observando obsesivamente su crecimiento y su comportamiento.
A medida que el explorador va avanzando en su investigación, salen a la luz una serie de elementos que nos permiten intuir un pasado turbio y fatal. Una de las sorpresas que contiene esta película tramposa (por su juego con la multinterpretación) sucede casi en el ecuador del metraje, cuando entra en escena su hermana, Carme (Laia Manzanares). Lo hace de una forma silenciosa pero también sutilmente agresiva. Es entonces cuando el film se parte en dos: se quiebra para entrar de cabeza en el thriller psicológico con aires alegóricos donde los árboles, el viento y las olas son testimonios de todo lo que ocurre en este enclave ignoto. La crueldad de Obrador contra sus personajes es justa en su medida: sufren y aprenden a coexistir con todos sus pecados, sus culpas y sus tragedias. Asistimos, también, a un proceso de locura y desvarío donde Lluc pondrá a prueba su resistencia y sus creencias. Este es un camino que tendrá que recorrer solo, sin más compañía que la rutina de su empresa catalogadora y la aparición de fantasmas que reclamarán su atención.
La directora lubrica este cuento amargo y misterioso con una atmósfera, por una parte, insuflada con una paisajística arrastrada, dominada por un cine flemático pero preciosista, con secuencias prolongadas y planos arrastrados en el tiempo (por ello, se nos induce un regusto a La vida lliure de Marc Recha). Por la otra, lo baña con una áurea sobrenatural, lograda exitosamente con una visual poética mediante la música intimista (casi mística) de María Arnal, que también aparece en la película. A su vez, el filme vira hacia una línea esotérica, refiriéndose a leyendas y fábulas que hablan de lunas rojas y de la concretamente citada “cueva de las almas”.
Toda esta conjugación formal da como fruto un no-lugar dilatado donde tiempo y espacio parecen declararse la guerra. De la misma manera, la película ofrece una suerte de ensoñación que plantea constantemente preguntas, muchas de las cuales no obtienen una respuesta material, sino que sugieren certezas a medias, insinuantes, oníricas y provocadoras y, según para quién, claro, también soporíferas. La intención de dicho planteamiento no es otra que sumir al espectador en una alucinación psicotrópica, una aventura experiencial donde todo parece envolverse de una ambientación fantasmagórica, con un ademán terrorífico definido a través de la relación, sobre todo, entre Lluc y Carme: un vínculo fundamentado en secretos espeluznantes, mentiras y perdón.
Pronto notamos, junto al protagonista, que Quest no es un yermo despoblado, sino un purgatorio metafísico donde expiar culpas y donde enfrentarnos al peso del duelo. Este paisaje, caprichoso, orgánico y ultrasensible, está habitado por espíritus y, en ese sentido, la muerte adquiere un peso crucial en esta historia: los personajes flotan en la abstracción del escenario. Lluc retrata las flores y las hierbas y su sorpresa se desata cuando descubre, en el caserón donde pasa los días y las noches, la existencia de unos esbozos que su esposa hizo antes de suicidarse. Las fotografías que él toma son exactamente las mismas que los dibujos.
«Se puede estar vivo, sin estar vivo. Existir sin cambiar ni morir», repiten los personajes en un par de ocasiones. Por todo esto, el concepto de cristalización tiene una significativa cabida: se simboliza a través de la necesidad imperiosa del duelo y la capacidad humana de mantener la inmortalidad (hasta la infinitud, y a través de los recuerdos) de aquello que ha perecido. La retención de lo que ha muerto, ya sean plantas, el perro familiar o la difunta esposa. Profunda y conmovedora, aunque no a gusto de todo el mundo por su intencionalidad filosófica y su carácter casi experimental, la ópera prima de Obrador estalla en un final que no merece la pena revelar aquí, pero que concluye exhibiendo su dote existencialista, dando pie a un corolario que insiste en la idea de la imposibilidad de una muerte absoluta. Siempre quedan pósitos, muestras de resistencia de una vida que quizás ha acabado, pero que, del mismo modo, nunca dejará de estar presente ni de latir.