«¡Queridos camaradas!» debía ser el saludo para confraternizar en Rusia y países aliados al término de la Segunda Guerra Mundial, después de tanta muerte, locura, odio, miseria y ganas de vivir. También lo fue cuando se derrocó a los zares, en plena Revolución.
«Queridos camaradas», sin énfasis ni entusiasmo, un eslogan machacado por la coyuntura política que ha restado todo el sentido a dos palabras que respiraban amor y fraternidad en sus letras. Luego, solo cansancio.
«¿Queridos camaradas?» o el olvido, la falta de recuerdo de un himno, una canción compuesta por Isaak Dunaevskiy para Vesna — Primavera, una película del año 1947 que rememora Ludmila, viajando en coche a la búsqueda de su hija. A principios de junio de 1962 tan soleado y vital como cualquier otro, a pesar de los disparos, los masacrados y la prisa por olvidarlo todo.
Andrei Konchalovsky entrega su penúltimo largometraje con la veteranía que cada vez lo certifica más como un maestro. Aunque sin el prestigio pasado de su propio hermano menor, Nikita Mikhalkov. Duela o reconforte a cada espectador, según su ideología política, regresa para narrar un hecho histórico encubierto por los soviéticos en los años sesenta. La huelga de los obreros en una fábrica de la ciudad de Novocherkassk y la masacre posterior con la KGB y el ejército ejecutando por orden del mismo gobierno. El director emplea la crónica en tiempo presente, usando junto a su director de fotografía, Andrey Neyanov, el blanco y negro en 35 milímetros limitados al formato de 4:3. Esta reproducción visual de la época es tan directa que apenas necesita un par de carteles sobreimpresionados para situar junio de 1962 como información. La fecha de los acontecimientos acrecienta la injusticia del suceso, narrado en cine, prácticamente, sesenta años más tarde.
Desde el comienzo, la secuencia en que Ludmila despierta en casa de su amante, por una charla de apenas cinco minutos consigue introducirnos en el entorno privilegiado de ella, frente al resto de habitantes del lugar, aunque con el racionamiento instituido para toda la población salvo los burócratas políticos. También la certeza de que incluso en un sistema comunitario y volcado a la igualdad, el machismo es patente con la actitud del perezoso amante que ni se mueve de la cama, ni acude al economato para busca la ración. Además del menosprecio hacia la mujer sugerido por un vago redomado.
Pero la fuerza de la película pertenece a Ludmila, interpretada de forma cerebral y actitud emocional por una magistral Yuliya Vysotskaya. Encuadrada siempre en planos fijos, por medio de la puesta en escena que respeta todos los términos insertos en el plano. Uniendo la proximidad con el fondo, gracias a la profundidad de campo. Expresiva en los interiores que huyen de la pobreza plena que suele acompañar a la dirección artística ambientada en la década de los sesenta en la URSS. Envolvente en los planos generales exteriores.
Todo fluye en la primera hora de película, por medio de la evolución de acontecimientos que se suman en una escalada fría hasta el estallido de la revuelta reprimida con violencia. El cineasta consigue alternar el entorno familiar, social, los mandatarios del gobierno y ejército. Con pulso firme, interés creciente. Apoyado en la música incidental de radios, cánticos y un televisor resuelve la matanza de forma perfecta, aunque sin rebajar nunca el alcance de la tragedia. Ni siquiera ampliando la duración por dilatación temporal, sino con respeto al caos y contundencia de seis minutos sangrientos. Deja fuera de campo casi toda la barbarie, detallando pocas muertes pero con el punto de vista más atento en mostrarlas separadas e implacables.
Después la película continúa con un desarrollo apasionante que acompaña al agente de la KGB y la protagonista en busca del cuerpo de su hija desaparecida.
Y concluye en los tejados de la casa de Ludmila, con un cielo iluminado por la Luna, tan teatral y fantasioso como los anhelos.
Konchalovsky demuestra con más de ochenta años por qué puede seguir siendo un referente cinematográfico mundial. Por qué la sangre duele más en blanco, negro y una limitada gama de grises —respecto al celuloide antiguo— que a borbotones granates. Prosigue su tercera juventud que ya demostró en la gran e inclasificable El cartero de las noches blancas. Y teniendo pendiente de estreno el documental Homo Sperans, la fortuna de que Queridos camaradas no será su última película.