Daisy Asquith ha elegido una forma muy interesante de narrar la evolución del movimiento LGTBI en Reino Unido (desde su persecución inicial, cuando ser gay estaba penalmente castigado, hasta las últimas conquistas logradas ya bien entrado el siglo XXI): bucear en las arcas del British Film Institute y hacer que imágenes de archivo (de películas, programas televisivos y noticiarios) ilustren por sí mismas, sin apoyo de la voz en off de un narrador ni recursos a otras imágenes grabadas exprofeso para el documental, lo que suponía ser gay en una sociedad tan profundamente cargada de prejuicios como la británica de los años sesenta, así como el modo en el que con valentía y no poco sufrimiento el colectivo LGTBI fue derribando barreras hasta conseguir poder vivir con cierta normalidad su sexualidad, aquella que antes les condenaba al ostracismo. El torrente de imágenes, ensambladas con una inteligencia y sentido del ritmo incuestionables, viene acompañado de una excelente colección de canciones de John Grant, Goldfrapp y Hercules and Love Affair que aportan, en última instancia, un grado de emoción suplementario al ya de por sí valioso, y a menudo triste y desolador (todos esos testimonios que hablan de reclusión, vergüenza, ganas de desaparecer) contenido de la película.
La estrategia de Asquith le permite seducir desde dos frentes diferentes: por una parte, supone un fascinante ejercicio estético que nos invita a redescubrir cómo se ha representado la homosexualidad en el cine, y, por ende, la capacidad del medio para ilustrar con punzante precisión y no poca belleza todo lo relacionado con el tema (el deseo, el amor, la rabia, el rechazo, la lucha…); el cine, de este modo, no sólo acoge otras formas (más o menos sutiles) de representar la diferencia sexual, sino que deriva en instrumento de gran eficacia (por su alcance estético y emocional) para fomentar su aceptación y neutralizar las causas de su rechazo. Por otra parte, su enfoque poco convencional le permite resumir décadas de lucha y reivindicaciones en un solo magma audiovisual caracterizado por su impacto sensorial, en una línea estética similar a la empleada usualmente por el cineasta Adam Curtis. Asquith, si bien no puede igualar la lucidez de Curtis para desentrañar el funcionamiento de lo real bajo el peso soterrado de un hipnótico collage visual, al menos sabe utilizarlo para ilustrar el convulso desarrollo de la escena gay de su país.
Sin embargo, tal estrategia estética y narrativa tiene un hándicap, al menos en el caso que nos ocupa: su impacto resulta algo limitado. El hechizo que inicialmente suscita en el espectador la conjunción de música e imagen no logra extenderse a todo el metraje, dando éste signos de agotamiento más o menos llegado al ecuador. No quiere decirse que el film aburra o canse, sino que el placer genuino que uno experimenta en los primeros compases se va mitigando conforme éste avanza, alternando picos y valles que hacen que la experiencia no sea completamente satisfactoria. Por otra parte, hay cierta descompensación temática en su tratamiento: se da mucho espacio a la etapa de mayor represión de la homosexualidad en Reino Unido (algunas de las opiniones de los supuestos expertos en la materia —psicólogos, doctores, etc.— producen verdadera repugnancia), y sin embargo se pasa muy de puntillas por otros momentos posteriores igualmente candentes (las protestas para que bajaran la edad de consentimiento a los 16 años, la terrible aparición del sida).
En todo caso, resulta comprensible, pues la película es, en última instancia, un homenaje a todos aquellos oprimidos, marginados y castigados a lo largo de la historia por culpa de una sociedad tóxica que antepuso sus prejuicios a la libertad de los demás. Lo que Queerama deja claro, por encima de todas las cosas, es que nunca se podrá compensar suficientemente el daño causado a tantas personas por su orientación sexual. Este pequeño y precioso documental les da voz y rostro, y permite que su historia no caiga en el olvido.