Que la fiesta continúe (Robert Guédiguian)

Cuando Robert Guédiguian se pone a crear, tiene tan clara la concepción de su propio cine que podría hacerlo con el piloto automático puesto. Sus películas reúnen siempre unas particularidades y unos actores que se repiten año tras año, pero el director sigue teniendo la necesidad de contar esa historia cercana, a pie de calle, con personajes entrañables y a la vez revolucionarios, que plasman un estilo de vida que, con el tiempo, quizá pierda un poco de batalla en su mirada, pero que no se aleja de sus conclusiones.

Que la fiesta continúe se encuentra a poca distancia de otras de sus películas protagonizadas por la eterna pareja ficticia formada por Ariane Ascaride y Jean-Pierre Darroussin. Ambos se tienen la medida tomada y saben reaccionar a los gestos del otro sin que aparezca la ficción en sus encuentros. La naturaleza y comodidad con la que trabajan todos los actores (no son los únicos que repiten, prácticamente todo el reparto está conformado por viejos conocidos de Guédiguian) no acompaña en realidad un guion que, pese a cumplir todo el abecedario de requisitos del director galo, resulta demasiado rígido. Una vez elegido ese pequeño barrio de Marsella que desea liberar del yugo de la precariedad —comienza la película con una batería de imágenes reales de una desgracia ocurrida en ese lugar—, se centra en las idas y venidas de una familia común y numerosa, para permitir que cada miembro tenga la posibilidad de exponer su día a día, pero dejando inerte la comunicación entre escenas. Los pasajes se entremezclan sin ganas, aunque no renuncie a un hilo conductor, y todo ocurre porque sí, porque es necesario narrarlo aunque no venga a cuento de nada.

Del mismo modo, hay escenas que recogen toda la esencia de Guédiguian. Hay proclamas políticas afines al pueblo, hay un halago inmenso y necesario de su acogedora Marsella, e incluso un homenaje a su propio padre, de origen armenio, no solo considerando que el marido difunto de su protagonista lo fuera, y que los hijos estén tan implicados en los conflictos que allí padecen. También Ariane (que aquí tiene el nombre de Rosa, nombre de mujer luchadora) recibe por las noches en sueños a su propio padre. Suma además esa mirada que tiene hacia otras expresiones artísticas, como la pintura (son muchos los cuadros que ilustran los entornos que sus protagonista visitan, del mismo modo que replica en sus escenas con los actores, las poses y la iluminación de alguna que otra obra más que reconocible), el teatro (la hija de Darroussin hace del barrio un lugar mejor con sus clases, y se convierte también en una especie de heroína) y la literatura (el mismo Darroussin se comunica a base de citas indispensables de grandes pensadores), además de la constante presencia de una escultura de Homero en mitad del barrio que ofrece ciertas réplicas en el argumento. Espacio hay, además, de autopromocionarse con esa réplica del póster de su película Le voyage en Arménie (2006) donde, evidentemente, ya aparecían la mayoría de actores que aquí participan.

Por lo demás, Que la fiesta continúe forma una encantadora amalgama de lugares conocidos y clichés sobre el proletariado, la inmigración y la familia que tanto gusta a los amantes de este cine. Poco distaría de la última película de Ken Loach, El viejo roble, si no fuese porque, para qué negarlo, cada uno de estos veteranos directores tienen un estilo muy pronunciado. Pero igualmente, ese estilo se ha ido relajando con los años y su gran protesta se ha convertido en una leve y amigable llamada de atención. Robert Guédiguian tiene la suerte de una Ariane Ascaride que podría repetir una y mil veces el mismo papel sin desgastar su carisma, es más, hay una escena de un beso con un macro-‹zoom› en mitad de la noche que es hasta inspiradora, pareciera que la actriz ha nacido para instantes como esos. Pero no es capaz de llenar el vacío que ofrecen el resto de personajes, demasiado felices, excesivamente insípidos, olvidables. Su interés por conseguir una Marsella mejor no traspasa la pantalla, es un interés demasiado blanco, un tanto forzado, también olvidable. Aún así, el conjunto sí sabe mantener su energía y será una delicia para todos aquellos que anhelan conocer otra historia más del director.

Después de ver la película no saldremos a las calles a quemar contenedores en busca de unas mejores condiciones de vida, pero algo hemos aprendido: a los armenios les gusta la pasta con anchoas y nueces.

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