Una panorámica vertical sobre un pueblo nevado que nos retrotrae directamente a una presunta Edad Media abre esta Qué difícil es ser un dios mientras una voz en off nos advierte que, en efecto, ese lugar no es la Tierra, sino un planeta cercano al que varios científicos viajaron y en el que no se produjo, al igual que en nuestro mundo, Renacimiento alguno; más bien al contrario: los intelectuales serían perseguidos, las universidades destruidas y toda fuente de pensamiento aniquilada. La bucólica imagen queda contrapuesta, pues, por una descripción que no hace sino advertir al espectador que el único paraje mínimamente bello que verá en el film será ese.
La ciencia ficción rusa, más allá de si ha sido entendida como una respuesta o no —sólo hay que recordar como fue percibida la Solaris de Tarkovky—, siempre ha tenido esa capacidad de reformular contextos y escenarios para hacerla suya, ya sea desde la perspectiva de grandes cineastas como el mentado Tarkovsky u otros no tan conocidos como el imprescindible Konstantin Lopushansky. Es por ello que recibir una cinta como Qué difícil es ser un dios de Aleksey German no debiera sorprender, en especial si nos atenemos a lo lejos que ha sido capaz de llegar el género en ocasiones, pero lo cierto es que la propuesta realizada por el cineasta ruso —quien, por cierto, fallecería antes de ver su obra acabada— va más allá de toda concepción habida y por haber, comprendiendo así un marco a través del cual no tejer únicamente una disertación o cimentar un universo, también lograr que el espectador se asome, lo palpe y se vea engullido por él.
Y es que en Qué difícil es ser un dios, la belleza ha sido extirpada. El barro y la mugre se contonean en un paraje decadente del que apenas percibimos amplias y majestuosas tomas: más bien la función de estas ha sido coartada y en los persistentes travellings que siguen a nuestro protagonista, el elegido Don Rumata, sólo encontramos escenarios saturados de artefactos e individuos cuya capacidad de raciocinio ha desaparecido por completo. Así, el off se apaga y, como si las palabras no tuviesen ningún sentido, el bombeo de relaciones inentendibles y personajes abyectos no cesa en un marco donde quizá los acontecimientos sean lo de menos, y el hecho de que se agolpen entre elipsis dispuestas a través de un patrón inexistente así parece probarlo.
La inmundicia de un universo viciado donde incluso los infantes gruñen y los personajes de apariencia más pura se comportan como animales, es expuesta sin complejos a través de una ruptura de la cuarta pared que prácticamente disuelve toda acción de la herramienta esencial de German, su cámara. Más allá del diálogo directo, de esos personajes farfullando textos incomprensibles para el espectador o anteponiendo objetos entre lente y escenario, el cineasta logra afear progresivamente el plano secuencia despojándolo así de todo atisbo de armonía y belleza, y transformándolo en una suerte de cronista de la degeneración, como si la portentosa ambientación y la opresiva atmósfera de las que se vale el relato no fuesen suficientes argumentos para trazar un contexto ya de por si ennegrecido.
Pero no todo late de igual modo en esa consecución casi mastodóntica que resulta Qué difícil es ser un dios, y en los pequeños pespuntes que va dejando cada episodio tras de sí, el cineasta es capaz de dotar de un carácter muy personal a algo que bien podría ser una parábola, y que encuentra en la figura de ese Rumata el eje perfecto; pese a no hacer ni deshacer, a intentar interpelar lo menos posible, siempre aportando eso sí sus reflexiones, al fin y al cabo es la figura de ese individuo el indicativo que ante la ponzoña de un lugar atrapado en un tiempo y un momento no hay nada que hacer al respecto, seas una deidad o un simple mortal dispuesto a vagar por barrizales y terruños de la peor calaña. De hecho, cuando uno de tantos personajes que asoman en un momento dado solloza ‹¡Las abejas están matando a su reina!›, uno comprueba que, en efecto, ese bien podría ser un fiel reflejo de lo acontecido en Arkanar: no quedan piedad o maneras ni para un posible rey.
Irrespirable, asfixiante, fatigosa y única, Qué difícil es ser un dios se convierte en una de esas experiencias que por más que uno intente describir, hay que ver, vivir en las propias carnes, mutando como el propio German propone a un paraje que, sin su imprescindible prisma, no sería lo mismo.
Larga vida a la nueva carne.